Ya llegó… La primavera ya está aquí
- 22 marzo, 2023
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No necesitamos calendarios, ni relojes, ni televisión, ni marcas que nos anuncien el comienzo de la primavera, sólo necesitamos no perder nuestra sensibilidad con el medio natural para saber que ha comenzado. En nuestras latitudes tenemos eso que se hacen llamar “estaciones” y recorreremos el año a través del verano, el otoño, el invierno y, por fin… la primavera. Pero algo que nos resulta tan normal no ocurre en todo el planeta, sino que es un concepto latitudinal, que sólo quienes habitamos entre los paralelos 23º y 66º podemos disfrutar. He de decir que nosotros, aunque vivimos en esa franja, disfrutamos de un clima especial –el clima mediterráneo– y sí, tenemos estacionalidad, pero no tan marcada como en otras zonas de estas mismas latitudes. Es por eso que resulta fácil oír comentarios como “casi no hemos tenido primavera” o “hemos pasado del invierno al verano de sopetón”. Tanto es así que nuestro acervo popular lo refleja en dichos donde se define el clima villenero como “nueve meses de invierno y tres de infierno”, haciendo referencia a que la primavera y el otoño duran muy poco, e incluso poniendo de manifiesto la continentalidad tan acusada de nuestra ubicación. Pero a nadie se le pasa el comienzo de la primavera, porque también lo dice el refrán: “La primera la sangre altera”. Y es que se ha demostrado que el aumento de las horas de sol activa en los mamíferos la secreción de hormonas, las cuales influyen positivamente en el estado de ánimo. Pero lo de las plantas es mucho más llamativo, porque después del frío invierno y tras un periodo de latencia renacen en un torbellino de colores; y todo ello sin que nadie les diga que ya ha llegado la primavera. Ellas lo detectan solas por la mayor duración del día y el acortamiento de la noche.
Si en este momento preguntara al lector cuál es la planta que nos indica que está comenzando la primavera, sería casi unánime la respuesta: el almendro (Prunus amygdalus Batsch). Cierto es que este árbol frutal es el primero de nuestro entorno en florecer, pero no deja de ser un árbol cultivado… desde hace muchos siglos, eso es verdad, pero cultivado y ajeno a nuestra flora. Entonces, ¿qué ocurría cuando no se cultivaban almendros? Si nos fijamos, a la vez que los almendros, nuestras cunetas, huertas y campos alrededor de la ciudad se cubren de flores blancas, amarillas y moradas; lucen así para ser polinizadas por los insectos que vuelan con los primeros calores y que se sienten atraídas por ellas, insectos que utilizan las flores para alimentarse y que, sin darse cuenta, transportan el polen de unas a otras para así completar el ciclo sexual de las plantas. Muchas de ellas pertenecen a la familia botánica de las Brassicaceae, también conocidas como Crucíferas, un grupo fácil de identificar porque sus flores están formadas por cuatro pétalos dispuestos en forma de cruz, del cual ya hablamos en esta columna al comentar, la primavera pasada, la planta oruga o rúcula (Eruca vesicaria (L.) Cav.) (https://www.portada.info/pero-no-podran-detener-la-primavera/).
Las dos plantas de las que vamos a hablar son muy fáciles de reconocer por la característica floral de la familia, ya comentada. Esa forma de cruz, más el color de la corola y su abundancia en nuestro entorno, hace que podamos observar campos enteros o cunetas cubiertas por ambas plantas crucíferas.
La primera de ellas, de flor blanca, es conocida como la rabaniza blanca o citrón, Diplotaxis erucoides (L.) DC., y pertenece a lo que conocemos como verduras silvestres. No hay que olvidar que muchas de las plantas que pertenecen a esta familia forman parte de las verduras tradicionales que comemos; y las no tan tradicionales, como las coles, las berzas, las coliflores de todos los colores, los brócolis, nabos, y un largo etc. La rabaniza tiene un sabor picante, propio de muchas de las verduras de esta familia –como los rábanos–. Se trata de una planta anual, con las hojas verdes, por lo general muy divididas, que se sitúan en la parte basal, aunque también tiene algunas hojas en el tallo. Su inflorescencia está formada por muchas flores blancas dispuestas en un eje, que producen unos frutos largos con dos filas de semillas. Precisamente, su nombre se debe a esta característica, ya que deriva del griego diplos (doble) y taxis (orden, disposición), pues tienen dos filas de semillas en sus frutos; y el epíteto específico (erucoides) significa “como la eruca”, es decir, que se parece a la rúcula. Por su abundancia al final del invierno y su facilidad de recolección era una de las plantas más utilizadas para alimentar a los conejos, en aquellos tiempos en que se criaban conejos en casa; ahora, la rabaniza cumple su función en el ecosistema, al igual que la siguiente especie de la que ahora hablaremos.
El collejón, Moricandia arvensis (L.) DC., es una planta de flores moradas, fácil de reconocer, y también anual como la rabaniza. Posiblemente, su nombre vernáculo provenga de que sus hojas guardan cierto parecido con las collejas, Silene vulgaris (Moench) Garcke, sin pelos y con un color verde glauco; tanto es así, que cuando ninguna de ellas tiene flores pueden llegar a confundirse, pero mientras que la colleja está catalogada como una de las verduras más fina que existen, el collejón es muy poco apreciado (sólo se ha utilizado como verdura de subsistencia y como alimento de animales). El color morado de sus flores la hace muy atractiva, y sus hojas enteras y verde-azuladas abrazan al tallo –en Botánica se utiliza la palabra amplexicaule para designar a esa forma de inserción de las hojas–; sus frutos, muy parecidos a los de la rabaniza, se sitúan también a lo largo del eje de la inflorescencia.
Y cuando dentro de unas semanas las semillas de estas plantas caigan al suelo, comenzará el periodo de latencia… y a esperar, como el olmo seco y el corazón de Antonio Machado, “hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”.