Utopía
- 17 julio, 2023
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El pasado 12 de junio fallecía en accidente de moto el actor Treat Williams. No creo que fuera una noticia que destacara especialmente en la mayoría de países ─incluido España─, ni en los medios ni en las redes sociales. Tampoco sería el tema central en tertulias de bar o en una conversación intrascendente entre amigos. Es comprensible. Para mucha gente, ese nombre no dice nada. Su rostro tal vez sonara por aquello de que desempeñó más de ciento veinte papeles entre cine y televisión, aunque en el caso de la gran pantalla lo hiciera casi siempre de secundario. Aun así, estuvo nominado a un globo de oro por su rol protagonista en la versión cinematográfica del musical Hair.
Sin embargo, no es de ese, ni tampoco del otro centenar de papeles que interpretó a lo largo de su carrera de lo que me gustaría hablar, sino de Everwood. Y no porque esta serie fuera la que le reportara algo de fama, sino porque en cuanto he sabido de su muerte, me he acordado de ella. De hecho, cuando ocasionalmente me viene a la mente, me deja un regusto dulzón en las entrañas.
Everwood es de esas series amables, entrañables, agradables y todos los adjetivos acabados en able que se nos puedan ocurrir. La premisa era sencilla. Un cirujano mundialmente reconocido que pierde a su mujer en un accidente de tráfico ─ironías de la vida, aunque en este caso habría que decir de la muerte─, y decide darle un giro de ciento ochenta grados a su existencia dejando la gran ciudad para instalarse en una pequeña población de Colorado, en mitad de las montañas. A partir de aquí, deberá lidiar con el otro médico del pueblo, muy chapado a la antigua, la adolescencia de su hijo y el dolor ante la pérdida de la hija pequeña.
Lo que hacía de Everwood una serie deliciosa es que nos sumergía en un lugar idílico, donde las penas son menos y los problemas se dulcifican hasta quedar en anécdotas, y no porque no hubiera dramas a lo largo de sus cuatro temporadas: abortos, accidentes, amores no correspondidos y, por supuesto, el pasado de los protagonistas que regresa para atormentarlos.
Hemos conocido lugares similares en otras series. En Las chicas Gilmore o Doctor en Alaska, por ejemplo. Y de todas ellas hemos sabido disculpar los numerosos clichés en que se basaban y los que se desarrollaban en cada uno de sus episodios. Y lo hacíamos, los disculpábamos, porque eran series modestas destinadas a arrancarnos una sonrisa. También, por qué negarlo, porque nos gustaba imaginarnos por un momento como habitantes de esas ciudades bucólicas a lo Néo Kósmo pero con sentimiento. Dejar a un lado las preocupaciones diarias o afrontarlas sin temor porque la magia del lugar haría que fueran más fáciles de sobrellevar. Aquello del Don’t Worry Be Happy de Bobby McFerrin.
En Everwood, estoy convencido, no habría pandemia, ni coronavirus, ni confinamiento. No habría crisis económica de 2008, por muy mundial que fuera. Y de haberlas, las guerras durarían un suspiro. Sus vecinos buscarían el modo de solucionar las diferencias. En eso, eran unos expertos. Porque en esta ciudad no hay villanos, sino personas con razones. Incluso al doctor Abbot, némesis de nuestro protagonista, se le coge cariño a pesar de su carácter huraño. Tiene, como decía, sus razones para actuar como lo hace y ser como es, pero cuando ha de entenderse con el cirujano advenedizo venido de la gran ciudad, lo hace sin dudarlo.
Lo que ofrecía Everwood y que resultaba atractivo con respecto a otras series era su carácter utópico, un anhelo siempre presente, una suerte de esperanza que tendemos a buscar en otro tiempo, en otro lugar, en otras personas. Cualquier tiempo pasado fue mejor, en palabras de Jorge Manrique.
Eduardo Galeano situaba la utopía en el horizonte, y en esos términos se preguntaba qué sentido tenía la misma si cada vez que caminaba dos pasos en su dirección esta se alejaba otros dos pasos. El propio autor uruguayo daba la respuesta: “Para eso precisamente sirve, para caminar”. Quizás esa utopía que a veces perseguimos y que se nos antoja inalcanzable seamos nosotros, resida en nosotros. Tal vez haya que buscar dentro en lugar de perderse fuera.