Una sociedad adolescente
- 16 junio, 2023
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A lo largo de la historia la figura del anciano era venerada como fuente de sabiduría. En muchas civilizaciones los más viejos del lugar solían ocupar cargos de importancia en la jerarquía social. Gozaban de consideración, prestigio y poder. En muchos casos, transmitían conocimientos y experiencia que resultaban esenciales para la supervivencia de la comunidad. Y, aunque en algunos momentos su estatus sufrió algunos altibajos, hasta no hace tanto hijos y nietos les mostraban respeto aunque solo fuera como pago por sus desvelos pasados.
Poco queda ya de eso. El anciano, a veces considerado como un mueble inservible, ha quedado relegado en muchos países, en muchas familias, a un rincón apartado donde no estorbe. Nada importa ya lo que pueda decir. Nada importa su bagaje vital. Su sabiduría es una sabiduría caduca que carece de valor.
El problema radica en que tampoco se tiene en cuenta lo que otros, más jóvenes pero no lo suficiente, puedan decir. En una sociedad en continua transformación, ávida de un consumo rápido y compulsivo, obsesionada por la satisfacción inmediata y nunca satisfecha, el que se descuida, o bien se cae o bien es atropellado por ese tren desbocado que es el… ¿progreso? No sé si es la palabra adecuada. Que cada uno incluya la que más le guste.
En ese sentido, la escuela no es una excepción. Cuando me inicié en esta maravillosa profesión, si algo tenía claro es que aprendería mucho más de aquellas y aquellos docentes veteranos que habían vivido mil batallas dentro del aula, que de todos los libros, tratados y textos que había tenido que memorizar en la universidad. Así que llegaba a cada colegio con la humildad de quien sabe que nunca sabrá suficiente y trataba de absorber de esos docentes aquellos conocimientos que consideraba esenciales y que solo ellos atesoraban.
Había muchos aspectos en los que no estaba de acuerdo, por supuesto. Nadie está en posesión de la verdad absoluta y nadie es infalible. Ellos no lo eran. Por eso había que quedarse con lo que, a juicio de uno, consideraba valioso y buscaba la forma de construir con esos cimientos y con los propios un andamiaje lo más sólido posible para llegar al alumnado, empatizar con él y guiarlo en su aprendizaje para que fuera capaz de encontrar su camino.
Lo que pretendía, en definitiva, era valerme de un pensamiento ecléctico que dirían los expertos. Todo sirve y todo se puede conjugar en una suerte de cóctel del que los grandes beneficiados serán los jóvenes estudiantes. Ese pensamiento, por desgracia, ha desaparecido en favor de otro radicalizado en el que las viejas enseñanzas solo son muebles inservibles que deben, no solo apartarse a un rincón, sino deshacerse de ellos con furioso rechazo.
Cada nueva tendencia educativa es, en opinión de muchos, la panacea universal que habrá de revolucionar la escuela y ponerla patas arriba. El asunto es que las panaceas, como los unicornios, no existen y que, como decía más arriba, nadie está en posesión de la verdad absoluta, como tampoco nadie es infalible. Por eso debemos mirar en todas direcciones para darnos cuenta de que todos los paisajes, por áridos que parezcan, por antiguos que se nos antojen, tienen algo que enseñarnos.
Quizás una de esas enseñanzas se resuma en la frase que se le atribuye al escritor y etnólogo maliense Amadou Hampâté Bâ y que se ha terminado convirtiendo en un conocido refrán muy extendido por todo el continente: “En África, cuando un anciano muere, una biblioteca desaparece”.