Una mirada diferente

  • 9 diciembre, 2013
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Tus pies, guiados por las prisas, van y vienen en un estado de febril actividad. No hay emergencia alguna. Es, tan solo, la fuerza de la costumbre, la inercia propia de la sociedad en que te has educado, en la que te hallas inmerso. Una sociedad, por otro lado, que no sabe bien hacia dónde camina, pero sí que necesita caminar de manera frenética.

 

No eres el único. También tu padre, continuamente rumiando en su cabeza las preocupaciones que se trae del trabajo, pero, sobre todo, los temores de poder perderlo. También tu madre, afanándose en que la comida esté dispuesta a la hora, peleándose con la montaña de ropa que, pacientemente, espera a ser planchada. También tu hermano mayor, sumido en la burbuja de su propia existencia que no alcanza más allá de sí mismo. Todos, padecéis la enfermedad del estrés tan propia de los tiempos actuales.

 

Hoy es Nochevieja y, en menos de veinte minutos, has quedado con los amigos para ir a cenar a un bar cercano. Te duchas, te afeitas, te vistes. Intentas parecer perfecto por lo que pueda pasar en la fiesta a la que asistirás más tarde. Es entonces, cuando te vales del reflejo del cristal de la ventana para darte el último retoque cuando reparas en tu abuela. A veces, ni siquiera recuerdas ya que está allí.

 

A través del reflejo, descubres el gesto prudente y silencioso con que reniega. Ella, cuya vida siempre se ha basado en la mesura, que ha dejado que fuera el latido de su corazón y no la emergencia de las piernas quien marcara el compás, debe asistir, como testigo mudo, desde el privilegiado rincón al que, inconscientemente, ha sido apartada y, prácticamente olvidada, al gris espectáculo en que se ha convertido la vida de sus seres queridos.

 

Inconscientemente, te giras y buscas asiento a su lado. La anciana parece desconcertada. Tú, esbozas una sonrisa y tomas su mano temblorosa entre las tuyas, quizá empujado por un recuerdo borroso de tu niñez, cuando aquella mujer enjuta y silenciosa era poco menos que un Dios para ti. Ella calla. Tú también lo haces. Permanecéis así durante un rato que a ti te resulta placentero.

          Hoy es Nochevieja – te dice al cabo de unos minutos.

          Lo sé – replicas.

          Te estarán esperando los amigos.

          Que esperen.

Durante más de media hora, la acompañas. La abuela te relata historias de tiempos pasados, de cuando no eras más que un niño inquieto que solo encontraba sosiego a su lado porque, entonces, como ahora, te describía, al detalle, los días en que era ella la niña. Por alguna extraña razón, eso a ti, te conseguía calmar. Y ahora, como entonces, tú te limitas a escuchar. Y mientras lo haces, adviertes en su rostro una expresión que te resulta vagamente familiar, pero que no consigues descifrar.

 

Puede que, de haber estado en su mente, habrías podido entender que, aquella expresión era la de una persona que, después de tantos años, se vuelve a sentir útil lo que, dadas las circunstancias, es mucho para ella.  Pero también es una expresión de agradecimiento, porque, aunque tú lo ignores, acabas de hacerle a aquella anciana el mejor regalo de Navidad que podía recibir en el invierno de sus días. Y aunque ninguno de los dos lo sepáis, ella sí lo intuye, apenas dos meses después fallecerá y en ese rostro que ahora escrutas con detenimiento, se dibujará claramente un profundo sentimiento de paz. Y tú pensarás en ese momento futuro, cosas de la vanidad humana, que algo habrás tenido que ver en ello.

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