Un corazón en el cristal

  • 9 diciembre, 2009
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Un corazón en el cristal

Iván permanecía con la mirada perdida en la sinuosa danza que ejecutaban las llamas en el hogar. El repentino crepitar del fuego le hizo volver de donde quisiera que sus pensamientos le hubiesen llevado durante los últimos minutos. Arriba, las voces de Rebeca y de los niños se oían como apagadas, probablemente amortiguadas por una puerta cerrada. Iván volvió a perderse en las fantasmagóricas sombras que las llamas dibujaban en el techo y las paredes.

La llegada de su familia al salón le hizo salir de nuevo de su ensimismamiento. Clara se acercó correteando hasta dejarse caer sobre las piernas de su padre. Iván acarició a su hija e intentó ofrecer a su mujer una sonrisa lo más sincera posible. Ella se acercó lentamente y se sentó en el brazo de la butaca sobre la que él descansaba desde hacía un buen rato.

– Voy a salir a fumar – dijo escuetamente Iván zafándose del obstinado abrazo de su hija.

– Vale, pero no tardes – replicó Rebeca – la cena estará enseguida.

Un escalofrío le recorrió la espalda nada más poner un pie en el porche. El frío afuera cortaba el aire. Iván se subió el cuello de la chaqueta y trató de buscar cobijo junto a la pared. Encendió el cigarro y le dio una profunda calada y, por un instante, sintió una calma interior de la que hacía días no disfrutaba. Pero sólo fue un instante, las preocupaciones recientes volvieron de nuevo y con más fuerza.

Quiso olvidarse de todo, quiso borrar de su mente el hecho de que acababa de perder el trabajo y de que las perspectivas de recuperarlo o de encontrar otro eran más bien escasas, pasar por alto el nada insignificante detalle de que no le había dicho nada todavía a su mujer y de que ignoraba si llegaría a tener en algún momento el valor suficiente como para decírselo.

De súbito, un chirrido familiar le hizo girar la cabeza hacia su derecha. Con la ayuda de una silla sobre la que trabajosamente se encontraba encaramada, Clara, tras abrir la ventana de par en par, se asomaba con una mueca de divertida curiosidad dibujada en su rostro.

– ¿Crees que nevará, papá? – preguntó la niña mientras se retorcía desde su forzada posición con el propósito de poder ver el cielo desde allí.

– No lo creo, cariño – contestó Iván tras comprobar el poblado manto de estrellas que se extendía por encima del tejado del porche -. Anda, cierra no te vayas a resfriar.

“Sí, es improbable que nieve – se dijo para sí – tan improbable como que yo encuentre un empleo a mi edad”. Y no le faltaba razón. Sabía de las dificultades de otros compañeros para que los contrataran. “Buscamos a alguien más joven para este puesto” era la cantinela que debían oír cada vez que se presentaban a una entrevista de trabajo.

Hasta entonces, y a pesar de la que estaba cayendo con la crisis, Iván veía lo del despido y lo de las colas del paro como algo ajeno a él. Llevaba trabajando ininterrumpidamente desde los dieciséis y tal hecho había creado en su interior la falsa sensación de sentirse poco menos que intocable.

Pero lo que parecía imposible se había transformado en una desgraciada realidad que, en un principio, a duras penas había sido capaz de encajar y a la que, poco a poco, se iba haciendo a la idea. Ahora, el imposible lo veía en encontrar un empleo que se le antojaba tan lejano como la nieve por la preguntaba su hija.

El tintineo de los deditos de Clara contra el vidrio de la ventana le hicieron regresar una vez más a la realidad. La niña tomo aire y empañó el cristal con su aliento. Luego, dibujó un corazoncito con uno de sus dedos y sonrió a su padre. Finalmente, hizo un gesto con la mano invitándole a entrar.

Antes de volver dentro, Iván observó la escena que se dibujaba al otro lado de la ventana. Rebeca terminaba de poner la mesa para la cena de Nochebuena mientras David y Clara se peleaban amistosamente por colocar una bola caída del árbol de Navidad. Tras el desasosiego provocado por los acontecimientos recientes, Iván se sintió al fin reconfortado. “Siempre me quedará mi familia”, pensó. “siempre los tendré a ellos”.

Y mientras entraba, mientras sentía como el calor del fuego y el de su familia le devolvían el abrigo perdido a sus huesos y a su alma, los primeros copos de la que parecía una gran nevada, comenzaron a caer tímida y silenciosamente.

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