Todos los hermanos eran valientes
- 23 agosto, 2023
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Salió de la fábrica y apresuró el paso con tal de llegar cuanto antes a casa. No tenía tiempo que perder. Apenas disponía de una hora para acicalarse y dejarse caer desde Las Cruces antes de que Antonio empezara a ponerse nervioso. Qué puntual era. Y qué serio. Con solo que se retrasara cinco minutos, tendría monserga para toda la velada y no quería darle ese gusto.
Para su sorpresa, aquel día la cosa fue rodada y antes de lo previsto, ya caminaba por la Calle Ancha camino de la plaza. El edificio circular asomaba más allá del edificio de los Salesianos, así que puede que incluso estuviera en la fila antes de que Antonio llegara. Quiso disfrutar del agradable paseo, dejarse embelesar por las últimas luces de aquella calurosa tarde de julio, del ambiente festivo que siempre traía el verano.
Tal y como había previsto, el chico apareció cuando ella ya hacía cola y, ante su cara de asombro, ella le respondió con un gesto señalándole el reloj que, en verdad, no portaba en su muñeca. No importó. Antonio entendió al instante lo que significaba dicho gesto y asumió con una sonrisa que no llegó a serlo que esta vez la victoria era de Julia.
Media hora después, el haz de luz iluminó la noche estival para proyectar las primeras imágenes. La película prometía. El título al menos. Todos los hermanos eran valientes. Robert Taylor. Stewart Granger. Dos de los grandes galanes de la época. Julia miró de soslayo a Antonio y llegó a la conclusión de que su novio era más del primero que del segundo. Tan guapo como él. Tan moreno. Tan serio.
Ella, en cambio, no se parecía a Ann Blyth ni tampoco a ninguna de las otras chicas que iban y venían a lo largo del metraje. No, no se parecía a ellas, pero no le habría importado estar en su piel aunque fuera por un día. Viajar en uno de aquellos barcos de enormes velas que se sometían a los caprichos del viento y los temporales. Visitar lugares exóticos y lejanos. Vivir romances prohibidos… Desde niña, su imaginación había sido un ave que volaba lejos, muy lejos.
Terminada la película y sufrido las aventuras y desventuras de sus protagonistas, el haz de luz se apagó y llegó el momento de volver a casa. Todavía se respiraba en el ambiente el olor característico de los mares caribeños, todavía se escuchaba el fragor de la batalla, cuando los últimos rezagados abandonaban las gradas de la plaza.
Luego, la muchedumbre se dispersó y el flamante edificio blanco de planta circular se quedó solo, apenas acompañado por los huertos vecinos. La ciudad habría de crecer en un futuro mucho más allá, pero todavía no había llegado su momento.
Antonio acompañó a Julia, como era la costumbre. Las calles que ascendían hasta Las Cruces apenas contaban con cuatro farolas de luz mortecina que con enorme esfuerzo y poco éxito alumbraban un par de palmos a su alrededor. La chica se arrebujó en el mantón que había traído consigo y los dos continuaron la ascensión hasta llegar a la Rambla Chonga.
Se despidieron con un beso en la mejilla que apenas quedó en un mero contacto con los labios. No era cuestión de arriesgarse a más. El padre de Julia observaba a través de la ventana y conociendo su genio, era mejor tenerlo de su lado, así que Antonio limitó su despedida a ese mínimo roce y luego esperó a que ella entrara.
Caminó de vuelta a casa por la calle desierta. Tirada en el suelo encontró una rama. Miró a un lado y otro para cerciorarse de que no había nadie y solo cuanto estuvo seguro, asió aquel trozo de madera con decisión y simuló ser uno de esos espadachines que había visto en la película. ¡Zas! ¡Zas! Durante diez minutos dio mandobles a diestro y siniestro a un enemigo imaginario.
Cuando ya se acercaba a la Calle Ancha, le pareció escuchar a alguien que se acercaba. Como si tuviera un resorte en el brazo, de inmediato arrojó la rama lejos de él. Luego recuperó el porte, se estiró las mangas de la camisa y continuó caminando. Tan serio como siempre. La pareja de la Guardia Civil lo miró un instante, lo saludó con un gesto maquinal a su tricornio y luego siguió con su ronda. En la calle solitaria solo quedó el eco de los pasos de uno avanzando en una dirección y los de los otros en la contraria.