Tablas de salvación

  • 28 enero, 2013
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El cine, el de antes, estaba revestido de una magia especial. Cuando entrabas en una de aquellas viejas salas tenías la sensación de transportarte a otra dimensión, tal y como lo hacían los personajes de algunas de esas películas de batallas espaciales que, si bien dejaban mucho que desear en lo que a efectos especiales se refiere, lo compensaban con creces gracias a un excelente guion y a unas todavía mejores interpretaciones.

La sobria elegancia del Imperial, el incómodo aunque entrañable gallinero del Chapí, la ventana del Avenida que lo separaba y, a un tiempo, lo unía al bar Capri, el crujido lastimero de las tablas de madera bajo los pies al descender por el pasillo del Cervantes… Cada uno dotado de su propio espíritu pero todos en definitiva contagiados de la misma magia, los cines de Villena, hoy pasto del tiempo y el olvido, nos han dejado su huella indeleble gracias a esos recuerdos que, lejos de resultar insignificantes, se muestran inmensos en el espeso bosque que es nuestra memoria.

Incluso las tardes de domingo en los Salesianos y los Príncipes nos dejan, al volver del pasado, un sabor agradable. Tenían sus limitaciones, claro, y las películas que se proyectaban en estas modestas salas, distaban mucho de ser actuales, pero eso carecía de importancia. ¿Quién no ha disfrutado con los mamporros de Bud Spencer? ¿Quién no se ha partido de risa con los infructuosos esfuerzos de Louis de Funnes por atrapar a Fantomas?

Pero había algo más, algo difícil de percibir, pero también de explicar. Todo cambiaba cuando las luces se apagaban y el chorro de luz comenzaba a vomitar imágenes sobre la inmaculada pantalla blanca. El murmullo general del patio de butacas daba paso entonces a un respetuoso silencio solo interrumpido por la música de cabecera de la película y el amortiguado traqueteo de la bobina girando en el proyector. No había publicidad adulterando el momento ni inoportunos tonos de móvil robando un protagonismo que solo pertenecía a las voces casi opacas de los personajes.

Desde el punto de vista tecnológico, la distancia entre los escasos recursos audiovisuales con que se contaba entonces y los actuales es enorme, sideral. Y, sin embargo, todo parece mucho más frío ahora, más aséptico. El sonido y la imagen te envuelven, te abrigan o, al menos, lo intentan, pero a duras penas lo consiguen. No hay calor, no como el de antes; como mucho una tibieza que no reconforta.

Ir al cine los domingos por la tarde era cita obligada. Y si había sesión doble, mejor que mejor. Como pasa hoy día la oferta para los jóvenes era escasa ya entonces. Pero teníamos algo a lo que agarrarnos. El cine era una tabla de salvación que lo mismo nos conducía a las tempestuosas aguas del océano en plena persecución de Moby Dick, que a lo más profundo de la selva africana en busca de las minas del rey Salomón. Ni siquiera esa posibilidad les queda ya a nuestros hijos. Triste herencia reciben.

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