Patas arriba
- 17 diciembre, 2024
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Recuerdo que en la etapa escolar de mis hijos, los maestros y educadores nos remarcaban mucho que a los niños no tenían adquiridos determinados hábitos o que con frecuencia los olvidaban. Y un año tras otro volvían a repetirlo, pero es que eran niños y a su edad, lo que les motivaba era precisamente experimentar, probarnos, desafiar, hablar si se les pedía silencio y callar cuando les pedíamos que hablasen . Era una clase “muy movida”, decían. Y cuando pensábamos que los habíamos conseguido “normalizar” llegaba la adolescencia con nuevos retos.
¡Ay, bendita niñez, añorada juventud! Aunque pueda sonar a “yayo”, y eso que aún voy por los cincuenta y pocos, lo cierto y verdad es que esta temprana madurez me pide paz y tranquilidad. Sin demasiados ajetreos. Ahora ya sí que soy “animalico de costumbres”. Que esto también va por familias, claro. Hay a quien a mi edad, año arriba, año abajo, le entra el azogue. O se cambia de estilismo, o de casa, o empezamos una reforma, o se cambia de pareja. Que pereza me da todo. Sólo pensarlo me cansa.
Fui un niño “casero” y soy un adulto en proceso de maduración, “casero”. No hace mucho que mi psicóloga me pasó uno de esos test donde no hay respuestas buenas o malas, sino reveladoras del estado de ánimo y la forma de ser, y las mías dieron un nivel de estrés inusualmente alto. Yo, el hombre tranquilo, resulta que vivo con miedo al cambio y eso me genera estrés. Ahí va.
Pero es que esto es la vida, un entramado de momentos, decisiones y rutinas que nos dan una sensación de estabilidad. Sensación, esa es la palabra exacta, porque son muchas las veces en las que ese equilibrio se ve sacudido de manera inesperada. Un solo minuto puede bastar para que todo se ponga “patas arriba”. Y me pregunto si acaso nosotros tendremos el poder de evitarlo porque como humanos estamos conectados y las decisiones de los demás afectan a nuestras vidas. Si nuestra pareja decide dejarnos, si algún indeseable decide hacernos daño, daño físico, si sufrimos un accidente, si nos revelan un diagnóstico médico inesperado, en un instante, nuestra vida estará patas arribas.
La propia naturaleza, con toda su belleza puede tornarse cruel y arrastrarnos con ella, transformando nuestra realidad de manera drástica y repentina.
Puede ser un volcán, capaz de arrasar una isla. O un terremoto que haga temblar la tierra bajo nuestros pies, un incendio o una inundación. En un abrir y cerrar de ojos, lo que era un hogar seguro se convierte en escombros, y las rutinas diarias se desvanecen. La recuperación puede llevar años y las cicatrices emocionales perduran mucho más tiempo. La incertidumbre puede ser abrumadora y nos vemos obligados a replantearnos prioridades, adaptándonos a otras nuevas realidades.
Hoy el monstruo desestabilizador se llama DANA. Y mientras los políticos nos asquean con sus reproches inútiles, hemos visto como la gente cruzaba un puente para prestar ayuda inmediata. Los jóvenes, dicen, precisamente los que todavía ven el futuro y no se quedan atascados en el lodo de la impotencia. Y hemos visto a los niños jugando al balón en calles anegadas, o ayudando a repartir víveres, porque la vida tiene que continuar y ellos, desafiantes y rebeldes, como son, no se amilanan. Esos hábitos que tanto les ha costado adquirir, se los ha llevado el agua, pero crearán otros nuevos y seguirán con sus vidas.
Y nosotros, esos que según los test vivimos estresados, a quienes nos recomiendan no ver demasiado la tele, no somos ajenos ni al dolor ni al esfuerzo, y en silencio, tal vez con pasos más lentos, también estamos ahí para tender la mano, porque necesitamos “costumbres” que no nos desestabilicen más de lo normal, pero es que no hay mejor costumbre para el ser humano que la de ayudar, la de arrimar el hombro, sin poner zancadillas, sin mirar a otro lado. No hay pastillitas para eso, no hay manual de instrucciones. La única receta es educar y enseñar a ser solidario, empático, a evitar causar daño, y eso no se aprende sólo en la escuela.
Hoy nos necesita Valencia pero tal vez y ojalá dentro de mucho, mucho tiempo, tengamos que llevar nuestra solidaridad, esa magnífica costumbre, a otro sitio, con otra gente a quien la vida se les haya puesto patas arriba, Y siempre daremos las gracias a quienes nos enseñaron el saludable hábito de apoyarnos en otros para cicatrizar heridas.