Nuestros muertos

  • 24 julio, 2024
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Nuestros muertos

Dicen que a todos los críos les pasa. Esa etapa en la que la muerte les sorprende, les asusta, les preocupa y les intriga. No soy psicólogo así que no voy a dar soluciones sobre cómo afrontarla con nuestros hijos e hijas porque no las tengo, Hay grandes profesionales, cuentos y  amplio material didáctico con el que ayudarse para explicarla. 

Es cierto que, en la mayoría de las ocasiones, la pregunta sobre la muerte  nos viene de bofetada, cuando menos lo esperamos y nos pilla con la guardia baja. A lo mejor al ver una fotografía, por ejemplo:

– ¿Dónde está el abuelo?

– Pues se murió (era muy mayor, estaba muy malito etc)

-¿ Y dónde está ahora?

Ahí viene lo gordo. La respuesta más socorrida suele ser “que está en el cielo” o que “ se convirtió en una estrella”,  y para terminar de liarla metemos un  “ahora va a estar siempre contigo y  te va a cuidar”.  A los adultos ya suele costarnos hacernos a la idea y  que  nuestros muertos “nos acompañen” siempre suele darnos consuelo. No es que lo hagan de verdad, que lo dudo, sino que sólo el hecho de que mantener vivo su recuerdo en nosotros, nos proporciona tranquilidad. Un aroma, una risa, un gesto o el propio parecido físico con el paso de los años, nos los hace presentes.

Pero tal vez,  si  el niño se imagina  que va a estar acompañado en todo momento por un “fantasma” , lo proteja o no, puede que  no le resulta nada reconfortante.

Yo recuerdo que de pequeño sufría mucho pensando en la muerte, no en la mía, sino en la de mis padres por ejemplo. No quería salir de casa, ni siquiera para hacer un recado en la tienda de al lado  porque tenía pánico a que en mi ausencia, por muy breve que fuera, a  mis padres les  pasara algo. Tanto era el apego que les tenía.

Ese miedo lo heredó mi  hijo mayor; y sin embargo,  no  mi pequeño, que tiene menos dudas sobre qué es esto de morirse.  Bastante más pragmático para estas cosas.

No sé en qué curso dí lo de que “los seres vivos, nacen, crecen, se reproducen y mueren”. Ni recuerdo si lo que acabo de escribir es literalmente lo que repetíamos en el colegio como un mantra. El caso es que, al madurar, nos enteramos que el orden en  que los seres vivos actuamos, no tiene que ser necesariamente ese. La muerte, caprichosa, a veces sesga la vida de gente que no llegó a cerrar ese ciclo teórico. A veces la gente se muere sin necesidad de “estar malito” o “ser viejecito”. A veces se muere de pena, de soledad,  a veces se muere de desesperación porque la muerte nos parece la única salida,  a veces,  se muere porque la gente pierde el respeto por la vida de los demás y  mata.  Y se mata porque no toleramos lo diferente, lo que escapa de nuestra “norma”. Se mata por un pedazo de tierra, se mata porque odiamos, y hay quién se atreve a decir que “mata por amor”.

Toda muerte violenta es dura de digerir pero cuando se mata por amor, es doblemente dolorosa por insultante. Porque es contradictorio,  denota un cinismo  mayúsculo. Y en esto, siguen liderando la lista,  las muertes de mujeres y niños. Las parejas y los hijos. 

La ciencia avanza en la cura de enfermedades, también en la investigación de las nuevas. ¿Qué es lo que está fallando para poder prevenir, evitar, radicar la violencia de género?  Educación, vale. Tratar con respeto la información sobre estos temas y no darle al asesino la repercusión mediática que no se merece; que el cómo, dónde  y porqué son preguntas que atormentarán por siempre a los familiares pero posiblemente, las respuestas,  queden entre el agresor y la víctima.

El amor ni hiere ni mata; y si lo hace, eso no es amor, será otra cosa. Y a quienes nos quedamos en esta vida terrenal, sólo nos quedará añorar y “vivir con el recuerdo de nuestros muertos”

NI UNA MÁS.

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