El monstruo que vive en casa
- 27 marzo, 2018
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Cuando Charles Perrault imaginó la historia de Caperucita Roja, quiso ver en ella, en la niña, la bondad, la inocencia que por poco se malogra embelesada por las cautivadoras palabras de aquel de quien ya le había prevenido previamente la madre.
La moraleja, en definitiva, de este cuento clásico, es que no debemos fiarnos de los desconocidos; a pesar de lo que nos digan, a pesar de su intachable apariencia, a pesar de los regalos y promesas con los que intenten embaucarnos, debemos mantenernos siempre alerta ante esas criaturas de las que nada sabemos.
Y como si de un mantra sagrado se tratara, generaciones y generaciones de progenitores han advertido a sus hijos sobre los potenciales desconocidos que se les podrían acercar, así como también de la necesidad de evitar desviarse del camino para adentrarse en lugares oscuros donde las sombras acechan.
Pero como toda historia, Caperucita Roja falla en lo esencial: padres y madres somos humanos, y como humanos que somos, propensos a equivocarnos. Porque la madre de Caperucita se equivoca al advertir a la pequeña sobre los peligros del bosque, cuando sus esfuerzos deberían haberse centrado en acompañarla o, incluso, sustituirla en la misión de llevar a la abuela las medicinas.
Como también nos equivocamos los padres de ahora, al menos a ojos de nuestros hijos, cuando les transmitimos ese mantra de la desconfianza ante los desconocidos; porque al primer soplo, se nos desbarata el argumento; como se nos ha desbaratado en el caso de Gabriel Cruz.
Porque en el caso de Gabriel, el monstruo no le era desconocido, no vivía en el bosque, no. Para su desgracia, esta vez habitaba su casa y compartía su aire, el mismo del que le privó.
Y cuando sucesos como este, o como el de Ruth y José Bretón, irrumpen en nuestras vidas, un pedazo enorme de la inocencia de nuestros niños y de la nuestra también, queda irremediablemente dañado.