Malas hierbas
- 5 enero, 2023
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-¿Ya has terminado de escribir la carta?
La madre entró en el dormitorio de su hijo y se encontró al niño sentado frente al escritorio, con las piernas replegadas sobre sí mismas y la espalda ligeramente arqueada. Lo había regañado miles de veces por la postura, pero había terminado por rendirse, ya que parecía ser la única manera que tenía de concentrarse.
El niño asintió en silencio y luego dobló cuidadosamente el trozo de papel. La madre tuvo que contener las ganas de leer su contenido. Tendría que esperar a que su hijo se marchara al colegio para echarle una mirada furtiva que no lo iba a ser tanto. Cuando al fin se quedó a solas, entró de nuevo en el dormitorio en silencio y se sentó en la cama. Al desplegar el papel, se encontró con una sorpresa que le partió el alma en dos.
“Quiero que vuelva mi abu”. Esa era la única petición que el pequeño hacía a sus majestades de Oriente. Nada de juguetes, ni de aparatos electrónicos. Al anciano se lo había llevado “la enfermedad esa de la mascarilla” como él la llamaba y el niño todavía no se había recuperado de la pérdida.
Lo cierto era que a nieto y abuelo los unía un vínculo especial. Ese hombre reservado y taciturno, de costumbres antiguas que ya no se estilaban, forjado en el campo y la agricultura, se entregó como no lo había hecho por nadie cuando aquel bebé lechoso abrió los ojos y lo miró fijamente. Desde entonces, los dos se hicieron inseparables y el anciano iba a todos lados con el niño, que mostraba una curiosidad ilimitada por cuanto lo rodeaba.
Sobre todo en el campo el abuelo se sentía especialmente unido a su nieto. Este lo acompañaba y lo ayudaba en el cuidado del escaso palmo de terreno que todavía conservaba a modo de afición cuando decidió jubilarse. El anciano observaba al niño con ternura cuando este se afanaba en arrancar la maleza del huerto.
—No te molestes —le decía al cabo de un rato—; esas malas hierbas volverán a crecer. Son cabezotas, como tu abuelo.
—¿Entonces tú también eres una mala hierba, abuelo? —le preguntaba el niño con su inocencia infantil.
—Pues sí, sí que lo soy —afirmaba el anciano entre risas—. Y como ellas, no te librarás de mí fácilmente.
Cuando el hombre murió, el niño calló y se guardó para sí mismo lo que sentía. Pero su madre sabía que solo era una fachada, que el dolor que guardaba era muy intenso. Luego el tiempo pareció sanar su alma, o eso creía ella. Pero aquella carta confirmaba que no era así.
—Sabes que el abuelo no va a volver, ¿verdad? —le preguntó al fin armándose de valor.
—¿Aunque se lo pida a los reyes? —quiso saber el niño con la voz quebrada.
—Aunque se lo pidas.
El pequeño se abrazó a su madre buscando consuelo, sí, pero también para que no pudiera ver que lloraba.
—Pero podemos visitarlo.
—¿Cómo?
Con un gesto de la mano, la mujer le dijo a su hijo que lo acompañara. El niño subió al coche desconcertado, pero con un brillo de esperanza dibujado en sus ojos. No sabía dónde lo llevaba, pero confiaba plenamente en su madre.
Salieron de la ciudad y llegaron hasta el paraje donde estaba el huerto del anciano. La mujer condujo al niño hasta un viejo y enorme roble que había al otro lado de un camino. Entonces se detuvieron y el desconcierto del niño se acrecentó.
—Aquí descansa el abuelo…¡bueno! Sus cenizas —informó la mujer.
Sin mediar palabra, el pequeño se acercó hasta el tronco y miró el suelo a su alrededor. Entonces fue cuando las vio. Escondidas tras la parte posterior del tronco, asomaban unas malas hierbas. El niño acarició sus hojitas verdes con suavidad, con cariño. Entonces sonrió, como no lo había hecho desde hacía meses. Porque al fin sabía que, efectivamente, el abuelo descansaba allí y que todavía no se había librado de él.