Lo que acaba y lo que empieza
- 30 enero, 2025
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El meme se hizo viral en redes sociales durante las pasadas navidades, en especial cuando la Nochevieja se acercaba. Probablemente no sea nuevo y ya haya circulado con anterioridad por el inmenso océano internáutico. La escena era sencilla. Dos alienígenas, de esos típicos, que se retratan con forma humanoide, largas extremidades, cabeza grande y ojos negros y ovulados. Uno frente al otro mirándose pero donde también se intuye que algo cerca de ellos llama su atención, probablemente una pantalla, aunque eso es elucubrar mucho.
El que se encuentra situado a la izquierda pregunta al otro: “¿Qué están celebrando?”. El aludido responde a su vez: “Su planeta hizo un círculo completo alrededor de su estrella”, a lo que otro replica como reafirmándose en algo dicho en una conversación previa: “Ya te dije que no eran inteligentes”.
Es evidente que esos seres faltos de inteligencia a los que se refiere dicho alienígena somos los humanos que habitamos la Tierra y que lo que se está criticando con cierta dosis de sarcasmo en nuestra costumbre de celebrar la llegada del año nuevo. Y lo cierto es que, visto así, de una manera fría y aséptica, puede parecer que no tiene sentido que vivamos con esa intensidad y alegría un fenómeno astronómico que seguirá produciéndose, ajeno a nosotros, cuando hayamos dejado de existir. Que hagamos promesas y propósitos de enmienda basándonos en el fin del ciclo orbital de nuestro planeta.
Sin embargo, hay un componente mucho más profundo, no solo en la celebración del ciclo que termina, sino también en la necesidad del ser humano por medir el tiempo. Desde tiempos antiguos esa necesidad se hizo patente por motivos principalmente prácticos y organizativos, sobre todo basados en el control de la agricultura, de las cosechas. Por ello era indispensable comprender el paso del día de la noche o el cambio de estación, o algo mucho más elevado como el ciclo de la vida.
Pero también había un enfoque religioso en esa obsesión humana por observar y comprender los fenómenos de la naturaleza a partir de los ciclos que se repetían periódicamente. Para poder llevar a cabo esa medición, ese control del tiempo, tiraron de las matemáticas y diseñaron instrumentos como el reloj de sol, de arena o de agua, artilugios que fueron perfeccionándose con el paso de los años hasta los sofisticados dispositivos actuales que, como le ocurre al teléfono móvil, en muchas ocasiones sirve para muchas otras cosas antes que para su propósito inicial, es decir, consultar la hora.
En cualquier caso, y regresando al punto de partida, que celebremos con ese empeño el hecho de que nuestro planeta haya conseguido dar una vuelta más al Sol, lleva consigo una motivación mayor: la renovación. Tampoco es este un concepto nuevo. Diferentes filósofos ya nos hablaron de esa certeza de que todo se halla en continuo cambio y transformación. Los seres humanos necesitamos renovarnos, reinventarnos, sobre todo cuando el ciclo del que venimos no ha cumplido las expectativas, pero también cuando sí pero nos mueve el incentivo de seguir progresando.
Despedir al año que acaba y celebrar la llegada del nuevo, hacerlo con todo tipo de rituales y supersticiones, no responde más que a esa necesidad de dejar atrás lo que ya terminó y, por tanto, ya nada se puede hacer al respecto. Pero, sobre todo, simboliza la esperanza, ese motor que nos mantiene siempre expectantes, siempre caminando hacia un horizonte que confiamos en que sea prometedor.