Lluvia fina
- 8 noviembre, 2019
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Sorprendido, como la mayoría de nuestros vecinos, por las reacciones a la sentencia sobre el llamado “Procés” y por la exhumación de los restos de Franco, el dictador.
Escuchando opiniones variopintas sobre lo uno y lo otro y alarmada por las acciones violentas que se suceden en Cataluña. Por una parte, todos sabemos que un proceso judicial termina con una sentencia que, salvo en contadas ocasiones, no termina de gustar a ninguna de las partes litigantes. Si debió consentirse o no el referéndum, si fracasó la política y si la judicialización del “asunto” fue una equivocación, ahora poco importa. Como a todo ciudadano que debe someterse a las leyes vigentes, se estimó que existió una infracción de las normas, los tribunales entraron a valorar y ha recaído sentencia. A cualquiera le hubiera pasado.
No la he leído, y no creo que tenga el coraje para hacerlo. La información que recibo debe estar mediatizada, así que sobre lo acertado o no de la misma, ni me pronuncio. Lo que me deja tonto es que alguien no supiera que sentencia, haberla había de haberla.
Y en cuanto al “desentierro” del Caudillo, para serles sinceros, el corazón me dice que no merecía los honores de los que ha disfrutado durante tantos años, por los golpes, la represión, las libertades coartadas, el hambre, por dejarnos una “monarquía” tutelada como si fuésemos ciudadanos ineptos e incapaces de decidir nuestro propio sistema de gobierno. La Transición debe terminar algún día, digo yo. Y quizá éste sea un comienzo. El Valle, un monumento que debía existir para recordarnos que nunca debía repetirse aquella barbarie fratricida, nunca debe repartirse aquello que no debió ocurrir y que se convirtió en un tributo al instigador, un monumento construido por represaliados del régimen. Un monumento que no sirvió para reconciliar sino que se alza altivo para recordarnos que hubo un bando vencedor.
Y mientras todo esto sucede, intento sentirme desganado, tratando de no poner demasiado interés, a ver si con eso se pasa este “sin Dios”, pero no puedo escapar de esta actualidad que nos ha tocado vivir. Voy casi huyendo de la información. Para no analizar. Pero qué jodío es. No puede uno escaparse como si nada.
Yo suelo, unas veces alardear y otras veces quejarme, de que tengo el bendito don de que la gente me hable de su vida. Un simple, hola, ¿qué tal?, y me encuentro recibiendo informaciones diversas sobre las miserias y bondades de las vidas ajenas.
Claro que, al fin y al cabo, uno recibe lo que da. Y esa misma locuacidad que digo despertar en los demás, es en mí característica intrínseca. No sé en qué momento dejé de ser un chaval tímido que solía esconder sus sentimientos y tribulaciones en lo más profundo. No hubo nada especial salvo una larga estancia fuera de casa y muchas visitas al hospital. Muchas lágrimas derramadas porque añoraba mi cama, a mis padres, a mis amigos y a mis compañeros de instituto. Esa edad tan rara en que se vive y se siente hacia dentro. Y de repente, puff, todo empezó a fluir. Contaba, contaba, contaba, teatralizaba y hacía las delicias de mis “contertulios”. Y de la misma forma que fui soltando la lengua, también agudicé el oído y aprendí a escuchar.
Pero ahora con la edad, me voy dando cuenta de que cada vez tengo menos paciencia para escuchar sin interactuar, sin aconsejar, sin dar una razón para esto o aquello. Me desespera la gente que únicamente habla para escucharse, los que hablan y hablan pero no conversan. Porque al final, de tanto escuchar quejas y lamentaciones, se le acaba a uno agriando el carácter. Deja de ser el amigo o el familiar “comprensivo” que siempre escucha, para convertirse en el protestón que quiere hacernos tomar conciencia. En un pepito grillo.
Y en mi caso, noto esa mutación, ese cambio, y sé que no ha sido consciente, que ha sido totalmente involuntario y consecuencia de poner siempre el oído.
Una amiga, a quien aprecio y quiero mucho, me recomendó un libro sobre estas cosas del “escuchar” y recibir las palabras ajenas en silencio, sin digerir, como una lluvia fina que al final nos desborda. Triste. No saber de los demás tanto cómo queremos, también nos hace libres. Y así con la cabeza metida en los libros, mirando de reojo las noticias y haciendo oídos sordos a los comentarios de unos y otros, es como lo voy llevando.
“Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no son del todo inocentes” Lluvia Fina, Luis Landero.
¿Y si todos leyésemos más y habláramos menos? Qué cosa tan buena daríamos al mundo.