La vigencia del comunismo
- 1 junio, 2020
- Comentarios
El sistema capitalista trajo la Modernidad a las naciones: aumentó la riqueza de las mismas con la producción masiva en fábricas, innovó en medios de transporte para agilizar los intercambios comerciales y avanzó en estudios médicos lo que permitió que la gente viviera más tiempo. Éstos son hechos incuestionables y más que dejo a un lado por falta de espacio.
El problema –y así hay que definirlo- es que tanto progreso fue material –se buscaba la acumulación de dinero como símbolo de status social- y benefició a una minoría. El resto sufrió –y sigue sufriendo- esta Modernidad que se construyó sin tener en cuenta que quienes la sufrían eran seres humanos que, desde muy pequeña edad, ya estaban trabajando en las fábricas, minas o en las tareas agrarias. Las condiciones laborales de esta gran mayoría eran terribles con jornadas laborales muy largas, salarios bajos, y viviendas realizadas cercas de los centros fabriles formando barrios sin la menor salubridad. Así escribía Fernando Garrido a finales del siglo XIX: “En Bélgica los trabajadores del campo emprenden las faenas a las seis de la mañana y continúan en ellas hasta igual hora de la tarde en verano, y en invierno desde las siete hasta las cinco. En las fábricas de hilados trabajan 13 horas en verano y 12 en invierno. En las minas de carbón, de 8 a 12 horas. En las cordelerías trabajan los obreros 14 horas”.
Se concebía como normal el trabajo infantil; valga el siguiente ejemplo. El médico John Aikin, en 1795, reflejaba el siguiente testimonio: “En estas fábricas (textiles) se emplean niños de tiernas edades: muchos de ellos, que estaban acogidos en las workhouses de Londres y de Westminster, son trasladados en masa, para hacer el aprendizaje, a industrias situadas a centenares de millas de distancia; en ellas prestan sus servicios ignorados, indefensos y olvidados por aquellas personas a las que la naturaleza o las leyes habían confiado su custodia. Por lo general estos niños están obligados a trabajar demasiado tiempo en ambientes cerrados, con frecuencia durante toda la noche: el aire que respiran está envenenado por el aceite o por otras sustancias utilizadas por las máquinas y nadie se preocupa de sus condiciones higiénicas (…)”.
Era un hecho la prostitución de muchas mujeres obreras porque su salario –siempre inferior al del hombre, ya de por sí bajo- no les permitía subsistir. Una obrera inglesa comentaba: “Yo trabajaba en una fábrica de ropa barata (…). Cobraba dos peniques y medio por cada una…Trabajando todos los días desde las cinco de la mañana hasta medianoche podía hacer siete camisas en una semana (…). Estaba soltera y recibía un poco de ayuda de mis amigos, pero ni aun así me era posible sobrevivir. Estaba obligada a salir por las noches a buscarme las habichuelas. Tenía un hijo que lloraba a menudo pidiendo comida (…). No hay ninguna joven que trabaje en la fábrica de ropa barata que sea virtuosa (…). La gente bien nunca lo podrá entender (…). Ser pobre y honesta a la vez, especialmente para las chicas jóvenes, es la cosa más difícil del mundo”.
De este contexto surgió el movimiento obrero, lentamente y con mucho esfuerzo porque las legislaciones nacionales no permitían huelgas, sindicatos ni ningún tipo de reivindicación. A pesar de todo ello, éste fue tomando cuerpo en torno a dos ideologías -el marxismo y anarquismo- que perseguían un mismo fin: crear un sistema político en el que desapareciera la “explotación del hombre sobre el hombre” –como se decía- y que los recursos se repartieran equitativamente entre todos sus miembros.
En suma, establecer el comunismo, vocablo que viene del concepto “común”, justo lo contrario de la propiedad privada de los medios de producción que ocasionaba tanta desigualdad y tanto dolor cotidiano.
¿En algún momento se llegó a instaurar el comunismo en la práctica? Sí, en Rusia hace poco más de un siglo; y salió mal, muy mal. En pos de conseguir una nueva sociedad más justa e igualitaria apareció otra basada en el control económico y el adoctrinamiento cultural concebidos desde el Estado –que defendía que toda la ciudadanía era igual pero, en realidad, había quienes eran “más iguales que el resto”-, la obcecación por competir productivamente con los países capitalistas a cualquier precio, y la represión física y espiritual para quienes dudaban de que en su país se hubiera instalado el comunismo.
En efecto, fue un desastre humano. Pero hay que matizar: el comunismo soviético –tal y como así mismo se definió- no dignificó la vida humana, de igual manera que hacía –y sigue en ello- el sistema capitalista. El comunismo teórico, en cambio, sigue vigente hoy en día porque en las naciones modernas sigue habiendo desigualdad humana –desde la crisis de 2008, ésta ha aumentado-, salarios que no cubren las necesidades básicas de las personas; contratos que no reflejan el verdadero horario laboral que se realiza; largas colas de gente esperando horas para recibir lotes de comida y así poder alimentar a sus familias, etc. La denuncia de estas dramáticas situaciones es comunismo.
Es comunismo reivindicar que la vida humana tiene que existir en condiciones dignas –recuerdo que todo miembro de la Humanidad tiene treinta Derechos Humanos que, según la propia O.N.U., son inviolables-. Es comunismo tener empatía hacia quienes sufren diariamente carencias materiales y espirituales básicas.
Fernando Ríos Soler