La vida futura
- 28 septiembre, 2020
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De alguna forma que todavía no somos capaces de pronosticar, la irrupción del coronavirus y todas las consecuencias que lleva aparejadas, afectará a nuestro futuro. La realidad que conoceremos será otra, nunca la misma a la que vivíamos antes de que todo esto nos explotase en la cara. Y aunque lo que afirmo en este párrafo parece obvio e incluso innecesario, puede que no lo sea tanto si nos ponemos en la piel y, sobre todo, en la mente de un niño.
Con la mejor de las intenciones, muchas familias les hablaron a sus hijos pequeños de un bicho que pululaba por la calle, o que viajaba por el aire, o recorría divertido cada superficie, y se iba improvisando en función de las informaciones que, a través de los medios, iban llegando a cada hogar. Había que hacerles entender a los más pequeños lo que pasaba de una manera que les resultara remotamente tangible.
El problema es que el bichito se convirtió, en muchos casos, en un ente diabólico que venía a protagonizar sus peores pesadillas. Era su particular hombre del saco, su coco, su tío Mantecas. A un alto porcentaje de menores les costó salir siquiera al balcón de su casa. Mucho menos pisar la calle. Así que los esfuerzos paternos por hacer comprender a sus hijos qué era ese virus de simpática denominación, se dedicaron entonces en hacerles superar el trauma.
Esa nueva normalidad que tanto les gusta nombrar a los políticos, se tradujo en el regreso a las terrazas, a los bares, a los parques, a las rutinas pasadas adulteradas, eso sí, por la presencia de la tan imprescindible como abominable mascarilla y todas las demás medidas encaminadas a frenar, en la medida de lo aceptable, el número de contagios.
Los niños volvían a jugar, volvían a reír, volvían a relacionarse con sus amigos, con sus primos, con sus abuelos. Nada era ya lo mismo, pero se permitía recuperar ciertos privilegios que los pequeños, más que ningún otro, acogieron con placer y entusiasmo. Por el camino, nos habían dado a los adultos verdaderas lecciones de responsabilidad y de adaptación que, de ser adoptadas por muchos energúmenos incívicos, mejorarían y mucho la situación en la que nos encontramos.
Pero mira por donde que llega septiembre y, con él, la vuelta al cole. Esa calma aparente que nos había traído la nueva normalidad voló por los aires en cuanto los últimos días de agosto amenazaron con agotarse. Ciertos colectivos vinculados al mundo educativo mostraron sus reticencias al regreso a las aulas y el clima comenzó a agitarse. En esto, como de costumbre, no ayudaron mucho ni los medios ni los políticos.
El metro y medio se convirtió entonces en la medida universal, el motivo de la controversia. No importaba que no se hubiera respetado durante el verano, la cuestión es que se dudaba de que los centros dispusieran de espacios para respetar esa y las otras medidas preventivas. Defensores y detractores del regreso a las aulas se posicionaron y enrocaron en sus posiciones dispuestos a no ceder un centímetro aunque la administración ya tuviera claro que, pasase lo que pasase, los colegios iban a abrir sus puertas previo protocolo de seguridad basado en peregrinos argumentos pedagógicos más cercano al postureo y a la necesidad, muy razonable, de conciliar la vida laboral con la familiar.
En mitad de la batalla, una vez más, quedaron los niños. Sin embargo, lo peor fue que caló la idea de que los centros educativos eran lugares peligrosos, mucho más que esos parques y piscinas en los que los pequeños se habían desenvuelto con adulterada normalidad durante los meses anteriores.
El otro día, a la puerta de un colegio, se le preguntaba a una niña su opinión al respecto. Con absoluta lógica afirmaba que llevar la mascarilla era incómodo, pero que peor era morirse. El hombre del saco, el coco, el tío Mantecas, no contento con divertirse a sus anchas por la calle, había decidido acompañar a los niños al colegio y, estos, lo asumían con la naturalidad que su inmadura mente infantil les permitía. Por eso digo que no sé hasta qué punto esto nos cambiará la vida, pero lo que está claro es que nos la cambiará, especialmente a las generaciones futuras, y no toda la culpa será de ese virus de simpática denominación.