La última vez
- 21 marzo, 2021
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Mientras corro, descubro una puerta forzada. A priori, no tiene importancia. Solo es una vieja casita en mitad del campo abandonada hace mucho, una edificación cuyo uso más probable fue en el pasado almacenar los aperos de labranza. Sin embargo, no puedo evitar que me embargue la sensación de ultraje, aunque no haya dentro nada que ultrajar, aunque no sea yo el propietario ultrajado.
Tampoco puedo evitar remontarme a otros días e imaginarme, tal vez, a un anciano sentado delante de la casita sobre una desvencijada silla de madera, viendo la vida pasar, descansando tras una dura jornada de trabajo autoimpuesta. Uno de esos hombres de manos rugosas y piel surcada que solo han conocido los rigores del campo y, en su vejez, en lugar de dejarse seducir por una jubilación serena y bien merecida, siguen sometiéndose a él porque es la única forma que encuentran de dar sentido a la etapa final de su existencia.
Imagino igualmente la última vez que cerró esa puerta que ahora alguien, probablemente movido por el único placer de no verla cerrada, ha profanado sin remordimiento. Y me pregunto qué pensaría, si sería consciente de que no habría un mañana y, de ser así, si cerraría sintiendo tristeza, alivio o, incluso, indiferencia. Si lo haría por propia voluntad u obligado por las circunstancias, si serían otros quienes lo harían por él.
La vida es una suma de primeras, pero también de últimas veces. La diferencia es que, estas suelen producirse a traición. Cuando cerramos la puerta de un hogar o de un negocio (lo que en muchas ocasiones viene a ser lo mismo), nos exponemos a que solo la memoria, caprichosa, frágil, olvidadiza, conserve los recuerdos que se forjaron dentro.
Ese portazo postrero es, además, una metáfora en estado puro. Cerramos la puerta y cerramos también un episodio de nuestra vida. Al otro lado queda el silencio, el polvo, pero también una parte de nosotros mismos. Incluso aunque así lo hayamos decidido, incluso aunque se deba a la tentación de ir en busca de otros horizontes más prometedores.
Las circunstancias actuales de sobra conocidas han obligado a que sean muchas las puertas que se han cerrado para no volver a abrirse. Y como me pasa con ese anciano quizás imaginado por mi mente fantasiosa, no puedo evitar ponerme en la piel de aquellos que, años o tal vez meses atrás, decidieron abrir su negocio con la mayor de las ilusiones. Para ellos, ese portazo final les era de sobra conocido, y puede que sintieran tristeza o alivio, pero seguramente no indiferencia.