La partitura
- 27 octubre, 2023
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Las fiestas de septiembre ya nos quedan lejos. No llegué a tiempo de compartir mis vivencias festeras en el anterior número de Portada.info por agotamiento mental, pese a que Inma y Mariví siempre me dan mil y una facilidades.
Dos años consecutivos viviendo intensamente las fiestas patronales, unas en primera línea, las otras como apoyo logístico, pero en los dos ha tenido especial relevancia la música. En este 2023 sonaba Pichirichi, y entre sus notas y después en sus ecos, nacía una historia de ilusiones entremezclada con recuerdos, algunos dolorosos, y muchas emociones. Ha sido la banda sonora y el hilo conductor de la experiencia de seis cargos festeros, reforzando lazos familiares, transformándolos en complicidad y diversión pese al cansancio y los nervios.
Me es difícil describir qué se siente cuando alguien a quien quieres y admiras pone en tus manos una partitura y te dice, “ toma, es tuyo. Es tu música”. Y tú únicamente eres capaz de leer tu nombre, que es el título, y luego, miles de hormiguitas danzando sobre infinitas líneas paralelas. No te haces ni la más mínima idea de cómo va a sonar, pero sabes que en las mágicas manos del músico, las hormiguitas se transforman en sonidos y los sonidos acompasados, en melodía. Y como un chiquillo ansías saber cómo es. No tienes espera. Y cuando por fin lo escuchas, sólo alcanzas a decir “¡qué chulo!”.
Para las personas que tenemos facilidad para dispersarnos, tal que yo, la música nos ayuda a centrar y a concentrarnos. Como suele decirse, nos patinan las neuronas y se llenan de ruidos, de pensamientos que van y vienen, y la música suele ser un buen bálsamo.
Es una de mis tantas asignaturas pendientes; no pasé de la flauta dulce ni del obligatorio minicurso de solfeo: pentagrama, silencios, corcheas, negritas. Así que cómo nace la música es un gran misterio para mí. Y soy consciente de que ese “qué chulo” se queda muy corto. Demasiado simple.
Sorprende que para alguien como yo, a quien le gusta más que escribir, describir, resulte tan difícil transmitir lo que se siente al escuchar una canción, o delante de un cuadro, o al terminar una novela, una poesía, un relato. Y es curioso porque normalmente suelo encontrar palabras que, de manera más o menos torpe o acertada, describan mis emociones.
Es una buena medicina. Dicen de mí, y lo dicen porque es cierto, que hablo por los codos, así que pocas son las cosas que me guardo dentro. Y mejor que hablar, escribir porque al releer lo que uno escribe, con el paso del tiempo todo se vuelve relativo. Es como si el papel se acabara tragando los sinsabores. Y cuando volvemos a encontrarnos con las anotaciones en algún cuaderno viejo, sonreímos al recordar aquel personaje que fuimos y que escribía sobre tonterías que ya ni recordamos.
Ni brillante, ni genial, ni alucinante. Simplemente “¡Qué chulo!” Es que me gusta de verdad, pero mi vocabulario se empobrece hasta tal punto en ese momento de disfrute que no acierto a decir nada más.
Porque el corazón se encoge, el aire se queda retenido en los pulmones por si al respirar fuera a desaparecer la magia, y el cerebro trabaja a mil por hora tratando de asimilar las palabras, los colores, los sonidos. ¡Qué chulo! Pero si en ese momento pudieran escanearme verían que mi interior es una verbena de colores con colofón de fuegos artificiales.