La magia en una maleta

  • 22 agosto, 2014
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Viajar siempre enriquece. No importa lo cerca o lejos que el camino nos lleve, allá donde vayamos –además de villeneros- inevitablemente nos toparemos con una imagen, con una leyenda, con una experiencia que vendrá a llenar un poco más la maleta donde guardamos nuestro bagaje vital.

 

He tenido la oportunidad de visitar hasta en tres ocasiones la ciudad de Toledo. Se podría decir que las dos primeras no cuentan, dado que apenas tenía once años cuando se produjeron, pero en mi mente todavía sobreviven un par de recuerdos; uno más dulce, el del mazapán que magistralmente elaboran por aquellos lares; otro, más desasosegante y relacionado con una de las obras más destacadas de El Greco, El entierro del conde Orgaz, lienzo que se caracteriza por los trazos fúnebres y los sombríos rostros que lo adornan.

 

La semana pasada, llevé a cabo la tercera de las expediciones a la ciudad imperial. Como es lógico, visité junto a mi familia, los lugares habituales: catedral, alcázar, sinagogas, mezquitas e iglesias varias. Sin embargo, ninguno de aquellos emblemáticos edificios consiguió transmitirme tanto como la visita guiada que realizamos por la noche, nada más aterrizar en Toledo.

 

Si tuviera que emplear un adjetivo para describir la excursión, este sería peculiar.  Peculiar, sí, distinta, también, pero sin ningún género de duda, altamente aconsejable. Quizá fueran los conocimientos exhibidos por el guía, o su acertado empleo de la ironía, o que nos sumergiera en el Toledo esotérico a través del intrincado laberinto de callejuelas que constituye el casco histórico de la ciudad, o que apenas hubiera más presencia de vida humana que la del singular grupo que, a esas horas de la noche nos desplazábamos de un lado a otro. Quizá fuera, en suma, el conjunto de todos aquellos factores; la cuestión es, que del viaje, esa visita guiada es el mejor recuerdo que me traje para casa.

 

Durante la misma, se nos habló de leyendas, de momias, de amores y desamores resueltos fatalmente tras la diabólica intervención de una hechicera, de la inquisición, de brujería; visitamos calles con nombres tan apropiados como del diablo o del infierno; visitamos cuevas que guardan, en sus entrañas, historias más propias de la ficción que de la realidad. No obstante, hubo dos detalles que me llamaron la atención por encima de los demás; por un lado, la existencia de un barrio en el que residían brujas y hechiceras que curaban diferentes afecciones como el mal de ojo y el empachamiento con métodos que podríamos llamar poco comunes; por otro lado, la certeza de que, debajo de la ciudad antigua, discurren infinitas galerías subterráneas que la comunican, casi como si hubiera un Toledo debajo de otro Toledo.

Sin poder evitarlo, establecí, al instante, una analogía con el caso de Villena. Porque como ocurre con Toledo, también en Villena se practicaba antiguamente y, aún se hace, un tipo de medicina diferente a la estrictamente científica. Y, como ocurre, en Toledo, también el casco histórico de nuestra ciudad, en especial el Rabal, cuenta con un entramado de pasajes subterráneos en muchos casos aún  por descubrir. Quizá la magia, después, de todo, no es algo exclusivo de la ciudad imperial.

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