La experiencia de una escolta
- 1 octubre, 2024
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La Plaza de Santiago estaba abarrotada. Los Maseros hacían su entrada por la puerta lateral de la iglesia, mientras la multitud, compuesta por vecinos con velas en mano, villeneras con teja y mantilla, y niñas de Comunión, comenzaba a ocupar el espacio central. A un lado, los escoltas de la Virgen, impecablemente uniformados, esperaban, nerviosos, la aparición de la Sagrada Imagen por la puerta principal. La expectación era palpable.
La situación, en un principio caótica, fue tomando orden. Los miembros de la Junta de la Virgen indicaron a cada uno su lugar, y así, cuando el trono descendió por la escalinata, todo estaba listo. En cuestión de minutos, la escena en la Plaza de Santiago se ensambló a la perfección, como si cada detalle hubiera estado coreografiado de antemano.
El silencio se rompió con el redoble de un tambor, preludio de lo que estaba por venir: la Banda Municipal de Villena se preparaba para acompañar a la patrona de la ciudad en su procesión con un majestuoso concierto de marchas procesionales.
El recorrido arrancó por la calle Ramón y Cajal, donde la línea entre el público y el alumbrado se desdibuja. Fieles de todas las edades se agolpaban a lo largo del trayecto, ansiosos por rozar el manto de la Virgen.
A medida que avanzaba, la Procesión adquiría una mayor dimensión. Fue al llegar a la calle Joaquín María López cuando la magia se hizo presente. Lo que hasta entonces habían sido tribunas bulliciosas, llenas de aplausos y vítores, se tornó en una atmósfera solemne y contenida. Los festeros y el público, que días antes celebraban con algarabía el paso de las distintas comparsas, se levantaron en respetuoso silencio ante el paso de Nuestra Señora María de las Virtudes. El único sonido era el de la Banda Municipal.
Los porteadores de cada uno de los pasos actuaban con una sincronía impecable. Cuando la imagen llegaba hasta el punto marcado para el cambio, primero sostenían la madera del palio para, posteriormente, encajar su hombro debajo del trono. Una y otra vez seguían las órdenes del paso que marcaba el contraguía Pablo Palazón. Un toque en el llamador del guía Juan García, y el peso del trono recaía sobre los porteadores.
La mezcla de emociones en los rostros de los porteadores era evidente. Algunos mostraban una profunda admiración en los primeros pasos, mientras que, a medida que el trayecto avanzaba, se reflejaba el cansancio y el sufrimiento por el peso que soportaban. Sin embargo, el orgullo de ser parte de esta tradición, de llevar sobre sus hombros el legado de sus antepasados, prevalecía. Al finalizar su turno, algunos, con reverencia, tocaban el trono o el manto de la Virgen con un pañuelo o su propia mano, alargando al máximo su contacto con la Patrona.
Momentos cargados de emoción se vivieron en cada tramo del recorrido. Como el de aquella madre, que animaba con fervor a su hijo, quien por primera vez asumía la responsabilidad de cargar con la Patrona. Ella misma lo había acompañado hasta su puesto. O el del veterano que, tras años de servicio, ya no pudo con el peso y se conformó con sujetar el palio, pasando el relevo a su nieto. También el de un padre, que, sabiendo lo difícil que sería para su hija ascender la empinada cuesta desde la calle Nueva hasta la Plaza Biar, le dio las últimas instrucciones antes de que las muletas dejaran de sostener el trono. Eran instantes íntimos, pero visibles para todos los presentes, cargados de devoción y emoción al saber que, generaciones atrás, otros miembros de la misma familia habían ocupado esos mismos lugares.
Al llegar a la Corredera el silencio profundo, apenas roto por el sonido de los palos del palio golpeando el suelo y el canto de las cigarras en la cálida noche de verano. A la altura del kiosco de la Paloma, los anderos giraron la imagen, permitiendo que las Hermanas Trinitarias, desde la ventana enrejada de la iglesia, pudieran contemplar el rostro de la Virgen.
La Procesión continuó por la calle Nueva. Al pasar por la puerta del Huerto La Pona, el aroma de la alhábega, repartida por los cargos festeros de la comparsa de Maseros, invadió el aire. Ese perfume, tan característico de las fiestas, parecía tangible, casi degustable, mientras el verde intenso de la planta inundaba las retinas de los presentes y el crujir de los tallos resonaba en el ambiente.
La Virgen se acercaba al Rabal.
En el barrio de la ermita de San José, entre sus angostas calles, los vecinos se agolpaban. La Procesión volvió a hacerse pequeña, a encogerse físicamente, mientras se llenaba de un sentimiento más intenso, de sensaciones más vividas.
La parada en la ermita fue especialmente conmovedora. Allí, Francisco Serra, profesor de viola del Conservatorio Municipal, interpretó con delicadeza los acordes del pasodoble
Al levantarse de nuevo el trono, las campanas de la ermita sonaron al unísono con las de Santa María, creando un momento inolvidable. Antes de que la Virgen entrara en el templo, los cargos festeros de los Realistas encabezaron el cortejo. La entrada se hizo a hombros de las mujeres de la comparsa, que, con orgullo, llevaron a la Patrona. Tras las palabras del párroco, la Virgen salió nuevamente, continuando su marcha por la Plaza de Santiago. Los arcabuces resonaban y, desde los balcones de las comparsas de Maseros y Moros Nuevos, llovían pétalos de rosas.
El día llegaba a su fin cuando la Morenica hizo su entrada en Santiago. El reloj de la iglesia marcaba las últimas horas de la jornada, mientras la Virgen daba una vuelta al templo, acompañada por el sonido vibrante de las campanas del carillón. Finalmente, el trono se elevó hacia el altar y, con el movimiento automático de las velas, concluyó una procesión cargada de emoción, tradición y devoción.