La dolorosa huella de la ausencia

  • 17 diciembre, 2008
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La dolorosa huella de la ausencia

El viejo maestro observó la algarabía de chiquillos alejándose camino de la plaza del pueblo. Cuando los enfervorizados gritos infantiles se apagaron, cerró parsimoniosamente la puerta y regresó al aula. La presencia de sus alumnos aún se dejaba sentir retumbando silenciosamente en las paredes. El viejo maestro suspiró profundamente mientras se dejaba caer sobre su sillón.

Tomó entre sus manos los dibujos que los niños habían hecho por la mañana. Los revisó uno a uno, tomándose su tiempo. Motivos navideños se repetían por doquier en cada uno de ellos. Aún así, el viejo maestro era capaz de distinguir su autor en la impronta dejada por los alumnos. Porque el viejo maestro conocía a sus alumnos desde siempre y desde siempre había sido su maestro. Él los veía como los hijos que nunca tuvo y los niños lo tenían a él como un segundo padre.

 

Cuando la pila de dibujos llegaba a su fin, descubrió uno que le llamó poderosamente la atención. No había árbol, ni estrella, ni nada que reflejara la inminente Navidad. Solo se distinguía dos figuras torpemente trazadas, como cogidas de la mano. El viejo maestro se esforzó por descifrar los nombres apenas ilegibles. Don Vicente y Doña María. No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Miró al dorso del papel para confirmar el nombre del autor del dibujo: David.

 

David Cebrián. Ese rapaz le había traído siempre por el camino de la amargura. Era bruto como él solo, incapaz de aprender nada que no tuviera que ver con el rebaño de su padre y con el pastoreo. El viejo maestro llevaba años intentando sin mucho éxito que aprendiera al menos a leer cuatro letras. Aún así, apreciaba a aquel niño desaliñado que, por otro lado, era de espíritu noble.

 

Tomó el inmaculado pañuelo blanco y se limpió las lágrimas. Después dejó los dibujos sobre la mesa y se dispuso a retirar los rudimentarios adornos navideños con que había decorado la escuela. Se lo tomó con calma. Al fin y al cabo, nadie le esperaba en casa. De hecho, no tenía ganar de volver. Era la primera Navidad desde que faltaba su querida esposa y sabía que lo único que podía encontrar en su hogar era la dolorosa huella de su ausencia. Eso era lo que más miedo le daba.

 

Sin embargo, cuando los últimos rayos de sol se extinguían al otro lado de la montaña, supo que había llegado el momento de regresar. Se abrigó bien y se embozó con la bufanda. Afuera hacía frío. Tomó el camino de regreso al pueblo. Una brisa fría acariciaba delicadamente las ramas de los pinos cercanos. El viejo maestro sintió como un escalofrío le recorría la espalda, pero no sabía si se debía al frío del invierno o al vacío que sentía en su interior.

 

Unos cinco minutos después, llegó al pueblo. Las calles, la plaza, todo estaba desierto. Sólo el continuo gorgoteo de la fuente le acompañaba en su caminar. Tampoco se extrañó. Era Nochebuena y a buen seguro que todos estaban ya preparando la cena en familia. Imaginó la escena y se sintió por primera vez solo. Ni siquiera a morir su querida María cinco meses antes había sentido tanto su ausencia como ahora. El viejo maestro tuvo que contener el llanto.

 

Embebido en sus pensamientos llegó hasta su casa. Introdujo la llave en la cerradura y, de inmediato, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Dudó unos instantes pero al fin se decidió a entrar. El interior estaba a oscuras. Palpó en busca del interruptor hasta que dio con él. Giró la manija y una tímida luz se abrió paso entre la penumbra. El viejo maestro no podía dar crédito a lo que se encontró ante sus ojos. Todos los vecinos del pueblo estaban allí, en su salón.

 

         No podíamos dejar que cenara solo en Nochebuena, Don Vicente – dijo el alcalde mientras le invitaba a sentarse a su propia mesa.

 

El viejo maestro intentó decir algo, pero sintió su voz tan lejos, que no pudo pronunciar palabra. Se echó a llorar como un niño, sin reprimir las lágrimas, sin querer hacerlo. David se le acercó y le abrazó espontáneamente. El calor de su cuerpo le reconfortó. Después, se sentaron a la mesa. El viejo maestro miró uno por uno a sus convecinos. No les dio las gracias, no pudo hacerlo pero todos ellos sabían lo agradecido que estaba. Por primera vez en mucho tiempo, el viejo maestro supo que no estaba solo, que nunca volvería a estar solo.

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