Historias de biblioteca
- 12 abril, 2017
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La palabra siente frío cuando está sola; por ese motivo, siempre busca el abrigo de otras palabras. Solo así, cuando viven en grupo y consiguen encontrar el compás, su ritmo, son capaces de crear versos e historias. Luego el papel se encarga de atrapar esos versos, esas historias, para que no se pierdan con el viento que pasa, con el susurro que se pierde entre silencios.
Los libros se alimentan y enriquecen con ese papel garabateado; y cuando se sienten satisfechos, buscan un lugar en el que dormir. Tal lugar lo encuentra, sin duda alguna, en las bibliotecas, auténticos santuarios de rimas y relatos, de cuentos e imágenes siempre vivas. En ella, en la biblioteca, todas las historias encerradas en los libros se custodian con celo y se prestan con cariño para que cualquier persona pueda tener la oportunidad de conocerlas, de formar parte de ellas.
Sin embargo, en estos santuarios del papel y la palabra, no solo respiran las historias que duermen en los libros; también aquellas que surgen de pequeños retazos de la vida cotidiana; momentos únicos, elegidos al azar por el destino, que pertenecen o pertenecieron a las personas que entran o salen; que cogen o dejan un libro; que leen el periódico o, simplemente, buscan un entorno favorable en el que poder concentrarse y estudiar.
El anciano nada sabía de aquello. Él intentaba evitar todo lo que oliera a organismo oficial. Bastante tenía ya con acudir al ayuntamiento, o a los juzgados, o a cualquier otro edificio solemne en el que debía gestionar, de cuando en cuando, algún trámite burocrático. Así que, no pensaba entrar en uno de esos edificios por el puro placer de hacerlo.
No importaba que su hija le explicara que la biblioteca no tenía nada que ver con eso. Que gustándoles como le gustaba leer, ese era el lugar idóneo para satisfacer su sed de lectura. Fiel a sus principios y a su pensamiento antiguo, el anciano se negaba a aceptar tal posibilidad. Pero un día, su hija decidió que había llegado el momento de cambiar de estrategia. Se presentó en la biblioteca y, por su cuenta, solicitó un carné de usuario para el anciano, con la intención de regalárselo el día del padre. Incluso cogió en préstamo un libro para que el hombre se viera en la obligación de devolverlo una vez leído.
No sabemos cómo reaccionó el anciano ante tan especial regalo. Como tampoco si habrá ido ya a la biblioteca a devolver el libro. Pero queremos imaginarlo cruzando el umbral con cierto recelo, para descubrir en su interior un mundo nuevo; imaginarlo escuchando, entre susurros, las historias allí custodiadas; sintiendo el calor de las palabras, recogidas las unas en las otras, en un festival de aventuras sin fin.