Hasta San Antón

  • 25 enero, 2014
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La otra noche me vi sorprendido por un resplandor al pasar por la zona del Grec. Al acercarme, me sorprendí gratamente, ya que pude constatar que todavía se mantiene la tradición de reunirse al calor de la hoguera llegado San Antón. Para alguien, que ha conocido y participado en ese tipo de costumbres años atrás, descubrir que aún hay personas dispuestas a preservarlas, es motivo de alegría.

 

Inevitablemente, me dejé arrastrar por esa máquina del tiempo que es nuestra memoria hasta aquellos días de la niñez en los que el juguete más preciado era la calle, un privilegio que solo se alcanzaba cuando todas las obligaciones habían sido cumplidas. Nada de videoconsolas ni de sofisticados artefactos por los que, los pequeños de hoy, pierden el interés de una manera directamente proporcional al énfasis puesto en desearlo.

 

Pasados los Reyes, y asumida ya la vuelta al cole tras el parón navideño, los niños que vivíamos en la zona de la Morenica, al igual que hacían los de otros barrios, nos aprestábamos a acarrear leña y a amontonarla en el descampado cercano a las vías del tren. Cuanto mayor era la pila, mejor. Nos iba en ello el honor. No en vano, existía cierta rivalidad vecinal en ello. La nuestra debía ser la mejor hoguera de San Antón y la mejor hoguera era, según la lógica infantil, sin duda la más grande.

 

La Morenica era, de hecho sigue siéndolo en muchos aspectos, más que un barrio, una población a las afueras de Villena. Muchas de las actividades que se desarrollaban en la ciudad lo hacían al margen de los que allí vivíamos. En especial para los niños. San Antón era, para nosotros, esa pila de madera que, poco a poco, iba creciendo en aquel descampado. Nada de desfiles de animales ni de toñas bendecidas. Solo nosotros y nuestro deseo de ver arder la hoguera que, con tanta dedicación, habíamos preparado.

 

Llegada la deseada noche, nos reuníamos a la hora convenida. Cada uno aportaba lo que buenamente podía, es decir, lo que su madre le dejaba aportar: una bolsa de papas, unos gusanitos, un poco de chocolate. Si alguno aparecía con una coca cola de dos litros, se convertía al instante en el más popular de la velada. Reunido el festín, llegaba el momento de encender la hoguera, lo que no siempre resultaba sencillo, ya que la leña estaba demasiado verde.

 

Eran, aquellos, momentos de complicidad y compañerismo; momentos únicos, incluso mágicos, en los que nos dejábamos dominar por el poder hipnótico que poseen las llamas. El ritual era sencillo y, sin embargo, cuando lo pienso ahora, con la perspectiva que dan los años, se me antoja de un valor incalculable. Hablo de amistad, de trabajo en equipo, de solidaridad. Hablo de valores que, por desgracia, cada día son más difíciles de encontrar.

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