El edificio de los maestros
- 23 enero, 2022
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Más allá del atribulado grupo de jóvenes futbolistas que posan para una posteridad que habría de antojársele abstracta, distante; más allá del resto de niños que asoman su cuerpo por encima del muro de hormigón para ser testigos de un detalle que escapa a la imagen; más allá de los edificios del fondo que entonces, en aquellos primeros años de la década de los ochenta eran proyectos y hoy son vetustas construcciones; más allá de esos y otros apuntes que nos ofrece la fotografía, destaca en el centro de la misma ese “piso de los maestros” que hoy ya solo es un montón de escombros y mañana historia.
A estas alturas, ya nadie ponía en duda la necesidad de acabar con aquel conjunto de viviendas destinadas durante años a acoger a los maestros. El tiempo y el descuido habían convertido el edificio en un fantasma ruinoso que amenazaba con causar una desgracia en cualquier momento.
Como la problemática de las vías del tren, como el declive progresivo del la industria del calzado, como la carencia de una oferta de ocio más extensa para nuestros jóvenes, el derribo del edificio parecía perpetuarse hasta alcanzar la categoría de endémico. Ya se sabe. La dichosa burocracia que, lejos de simplificarse y agilizarse, se antoja cada día más abigarrada y obtusa. Más lenta y decadente. Y es que, a quienes diseñan el entramado burocrático que todos padecemos se les olvida que la forma más directa de llegar de un punto a otro es la línea recta.
Cuando el asunto se puso sobre la mesa, surgieron las discrepancias y el legítimo debate en el que, no obstante, cada uno parecía arrimar el ascua a su sardina. Cuando al fin se llegó a la conclusión de que el derribo era la mejor salida, se programaron fechas que se fueron retrasando en el tiempo sin que el peligro inherente importase mucho.
Mientras tanto, las únicas medidas fueron desalojar las viviendas, tapiar la puerta de acceso y bloquear el paso por la acera adyacente. Medidas lógicas todas ellas si no se hubiera dilatado el derribo tantos meses. Porque, por el camino, llegó la pandemia y el embudo que se formaba en el otro lado de la calle en las horas de entrada a los dos centros educativos generaba una situación muy alejada de las normas básicas exigidas por las restricciones sanitarias.
En cualquier caso, como todo llega, el derribo también lo hizo. Para quienes pasamos tantas horas en el patio, el edificio de los maestros siempre fue ese abuelo callado y severo que nos observaba en la distancia, con discreción. Ese familiar al que apenas prestamos atención y solo somos conscientes de su ausencia cuando ya no está. Y ese pariente discreto ya no está. En su lugar, ahora solo queda el vacío y los recuerdos que, de una forma u otra, quedan inevitablemente unidos a él.