El árbol que no se dejó quebrar
- 23 abril, 2024
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Regresar a donde una vez estuvimos nos hace regresar también a quien una vez fuimos. Supone una catarata de recuerdos, de encuentros y de nuevos descubrimientos. Más si cabe cuando han pasado un puñado de años suficiente como para que el polvo del olvido haya enterrado parte de lo que se vivió y la memoria sea menos fiable de lo que se cree.
Hace veinticinco años visité por primera vez Nueva York. Llegué con la falta de convencimiento de quien no está seguro de que sea el mejor destino y me marché de allí con la promesa de que algún día regresaría. No falté a esa promesa, aunque sí que tuve que esperar a una ocasión especial y, sin duda, esta lo era.
Y sí, hubo una catarata de recuerdos. Sobre todo al caminar por los lugares por donde transitamos entonces, los mismos que hemos visto repetidos en tantas películas con el transcurso del tiempo. Y también hubo encuentros, pero sobre todo nuevos descubrimientos. Hablo de lugares que entonces no visitamos bien por desconocerlos, bien por no existir en aquella época.
Pero si tuviera que destacar un lugar, ese sería el que ya no está aunque lo esté de otra manera: el World Trade Center. Las torres gemelas, símbolo tal vez del capitalismo más puro y orgullo de la ciudad que, según dicen, nunca duerme, se erguían todavía poderosas en aquel lejano 1999. Hoy solo queda de ellas el recuerdo, el respeto y el profundo homenaje que la Gran Manzana le dedica a diario a lo que sucedió y a quienes perdieron la vida por lo que sucedió.
Sobrecoge enfrentarse al vacío que, de manera deliberada, se ha dejado donde antes estuvieron aquellas gigantescas moles de acero y hormigón. Sobrecoge tener ante tus ojos el listado de las casi tres mil víctimas grabado en los paneles de metal. Sobrecoge asomarse a las piscinas, huella de los edificios, y contemplar la cascada de agua que las alimenta de manera continua como forma de mostrar la ausencia. Sobrecoge adentrarse en los cimientos que albergan el Museo Memorial del 11S y conocer de primera mano los testimonios de quienes murieron y de quienes sobrevivieron a pesar de tenerlo todo en contra.
Pero muy especialmente sobrecoge el peral que sobrevivió al impacto de los dos aviones y que, gracias a los cuidados de un grupo de arbolistas de Nueva York, logró resucitar y hoy sigue creciendo donde antes estuvo como una canto de esperanza y de resiliencia y que en primavera exhibe orgulloso sus flores blancas.
Dicen de él que cuando lo rescataron de los escombros, no era más que un tocón calcinado. Dicen que, en contra de todos los pronósticos, a los pocos meses de trasladarlo al vivero del Bronx donde lo trataron, comenzó a echar flores, muestra inequívoca de las ganas que tenía de vivir. Cuentan también que, si el resto del complejo del World Trade Center recuerda a las víctimas, este árbol, sus visibles cicatrices, homenajea a los que sobrevivieron. La suya, es sin duda, una historia emotiva y una lección que en ocasiones deberíamos recordar.