Confesión cristiana
- 9 diciembre, 2020
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Fernando Ríos Soler
“Los fariseos se reunieron al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos. Uno de ellos, experto en la ley, le tendió una trampa con esta pregunta:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?
—“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente” —le respondió Jesús—. Este es el primero y el más importante de los mandamientos. El segundo se parece a este: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas”. Mt 22, 34-40.
”Antes bien, amen a sus enemigos, y hagan bien, y presten no esperando nada a cambio, y su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo; porque Él es bondadoso para con los ingratos y perversos. Sean ustedes misericordiosos, así como su Padre es misericordioso”. Lc 6, 35-36.
Me confieso: no me considero cristiano pero admito sin ningún rubor que he enriquecido mi vida con la lectura y análisis de los Evangelios canónicos.
Sinceramente, me importa realmente bien poco entrar en la existencia histórica y espiritual de Jesús –si es Dios personificado o cómo es la naturaleza intrínseca de la Trinidad-. Me interesa mucho más el mensaje que se recoge en los citados Evangelios.
Y pronto llego a la fantástica conclusión recogida en las citas evangélicas ya mencionadas: defensa a ultranza del Amor. Creo que ya es momento de dignificar esta palabra porque no debemos reducirla solamente a cuestiones afines a la pasión y el trato carnal –que, por cierto, no deben minusvalorarse nunca- sino con la empatía y la misericordia, esto es, con la relación afectiva –y nunca sufrimiento- que debería existir entre el individuo y sus semejantes puesto que todas las personas proceden de Dios. Son hijas de Él.
Estamos ante una maravillosa declaración de intención cristiana que muy bien puede extrapolarse hacia toda la Humanidad en pos de conseguir el perfeccionamiento ético colectivo. Y aquí pregunto a la gente que se considera cristiana: ¿por qué odian?, ¿por qué leo artículos en los que el odio, el insulto y la humillación están en la superficie de las palabras de quienes escriben y se confiesan cristianos?
Comprendo que es difícil poner en práctica todos los días la máxima cristiana del Amor pero me duele contemplar el escaso -o ningún- esfuerzo en quienes argumentan sus criterios con el insulto y el vilipendio –incluso conscientemente- y dicen ser muy creyentes. Asistir regularmente a los oficios de misa no es suficiente.
Considerarse una persona cristiana, sin duda alguna, no es una tarea fácil. Pero la animo con todas mis fuerzas para que no se deje tentar por el demonio y le venza expulsando de su corazón todo aquello que denigra y hace daño a otra persona. La animo –insisto- para que no flaquee, para que persevere y le recuerdo el mensaje evangélico: el Amor hacia Dios y a sus semejantes deben ser los dos pilares fundamentales para conseguir la Gracia en la Tierra y en el Cielo.
El odio, el insulto, el desprecio y la indiferencia no son más que impedimentos hacia el Camino Eterno. No lo digo yo; es palabra de Dios.
“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos, ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Mt 25, 37-40.