Cada cosa en su lugar y algunas… a volar
- 30 enero, 2022
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Pasada la Navidad vuelven a sus cajitas el árbol, los adornos, las figuritas del belén, la laguna que pintó el chiquillo en medio del desierto, aunque quizá el año que viene hagamos otra, o no. Nadie sabe. Qué bonito quedaba todo. Un poco caótico porque hay que mover media casa para hacerle hueco a la “navidad” con todas sus consecuencias pero bonito. Con la vuelta a la normalidad pre navideña, entre lo que quitamos antes y lo que quitamos ahora, el salón parece más grande. Que gusto. Y no se echan de menos. Han tenido su tiempo, pasaron, nos llenaron de ilusión y se fueron. Sin dramas ni duelos.
Nos hemos pasado media vida llenando la casa de muebles para almacenar. Más ropas, ajuar doméstico, juegos, fotografías, y todos los “por si acaso”. Todo espacio es poco para guardar cacharros y cachivaches que vamos acumulando . Afán de hacer hueco para más y más “cachitos de vida”.
Y un buen día, quizás porque te ves obligado a vivir más tiempo en casa y te sobran cosas y te falta espacio para sentirte libre, quizás porque un puñetero virus le da la vuelta a todo tu mundo y te pone en la tesitura de tener que decidir qué es esencial y qué no lo es, ese día decides hacer inventario y descubres que hay muchas cosas que no tienen la importancia que les atribuíamos.
Sumemos a eso el hecho de que, el comienzo del confinamiento, te pilla a medias de desmontar un despacho con sus toneladas de papelotes acumulados, mobiliario que ha ido creciendo conforme el negocio prosperaba, prosperidad que se escapa con el avance del virus entre otros factores, y hay que ser rápido y decidir qué cosas podremos llevarnos, qué cosas se quedarán, qué destruiremos y qué cosas tendrán la oportunidad de tener una segunda vida con otra gente. Mucho más fácil hoy con la existencia de webs y servicios varios para poner a la venta, regalar o intercambiar productos de “segunda mano”.
Nada que ver con la urgencia de salir de casa con lo puesto en el caso de que un volcán, un incendio, una inundación o un derrumbe ponga en peligro nuestra vida y la de la gente que queremos. No hay comparación. Pero no hace falta llegar a ese punto para ver que las cosas tienen el valor que tienen, que a veces hay que despojarlas de la carga sentimental que conllevan y quedarnos con los recuerdos que despertaron en nosotros, pero lanzarlas al espacio virtual, “a la nube” de nuestra memoria, para que no nos arrastren con ellas. A veces, cargar con la pena que nos da desprendernos de algo, no nos deja avanzar. A veces hay que olvidar y soltar para poder seguir viviendo. Esto debe tener un nombre, debe llamarse síndrome de algo.
Estoy seguro que es el mismo síndrome por el que llega un determinado momento en el que nuestros padres nos reclaman que nos llevemos las cosas que dejamos en sus casas cuando ya tuvimos las nuestras y que durante años han guardado en silencio, sin que los apuntes, los libros, trajes y ropas les molestasen. Hasta ese día en el que tal vez porque nos ven estables, quizás porque ya no necesitan tener cachitos de nosotros con ellos, porque definitivamente nos dejan volar, o porque son ellos los que quieren liberarse de ataduras, ese día, se convierte en un insistente “a ver cuando te llevas lo tuyo” que casi nos vuelve locos.
Así lo han hecho, lo hacen y así lo haremos nosotros también.
Cada cosa en su sitio y las que no, a volar.