Juguetes rotos

  • 10 septiembre, 2010
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En lo que se puede considerar un acertado enfoque de nuestras Fiestas, el número anterior de este periódico, tal y como ya hiciera el año pasado, nos ofrecía una perspectiva de las mismas (sería quizá más correcto decir varias perspectivas) fresca y diferente desde la mirada del festero que habla más con el corazón que con el conocimiento. En muchos casos, se trata de personas que nunca antes se habían enfrentado al papel para plasmar en él lo que late en su interior, personas incluso a las que les cuesta encontrar las palabras adecuadas, pero no ha importado, porque han sabido suplir esa limitación con el sentimiento.

La mayoría ha optado por hablar del día 5, probablemente porque es el día en que con más fuerza afloran las emociones más íntimas, los recuerdos más vivos. Y es cierto que esa primera jornada festera tiene algo especial, probablemente porque pone fin a una espera que, para algunos, se prolonga durante un año entero. En efecto, el día 5 nos hipnotiza, nos traslada a otro mundo, porque ni nosotros ni las calles que recorremos a diario parecemos los mismos llegadas las Fiestas.

Sin embargo, debajo del maquillaje encontramos otra realidad menos agradable, una realidad que queda al descubierto en el momento en que el día 9 pone fin a todos los actos y a todos los momentos festeros. El olor a orina y vómito, las papeleras y los contenedores rebosantes y destrozados, las calzadas y aceras cubiertas de deshechos nos muestran una visión muy diferente de las intensas jornadas vividas en estos inicios del mes de septiembre.

Parece como si existiese una bula durante estos días, como si todo estuviera permitido. Y da igual que se pongan los medios para evitar que esto ocurra. Desde hace algunos años, se han instalado urinarios en diferentes puntos de la ciudad para evitar que la gente alivie su vejiga en cualquier rincón. Los empleados de la empresa encargada de la limpieza se afanan en dejar las calles limpias, a veces con tanto celo que apenas te permiten pasear. Pero da lo mismo, ese desagradable olor a humanidad y mugre aún tardará en marcharse algunos días pasadas las Fiestas.

Cualquiera que aterrizara de golpe en nuestra ciudad en los últimos suspiros del día 9 podría pensar que hemos sido víctima de un desastre natural, de que nos ha azotado un tornado o un huracán, y quizá no estaría tan equivocado. Sólo que ese huracán no es más que el resultado de nuestras debilidades humanas que con más fuerza asoman cuando deberían hacerlo nuestras virtudes. En ese instante, donde preferimos ser nuestra sombra antes que nosotros mismos, surge la necesidad de destruir en lugar de preservar. Y es que, como diría Amado Nervo, el hombre, desde que nace hasta que muere, es una máquina de romper juguetes.

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