De nuevo los rostros
- 20 abril, 2022
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Cada día que pasa suena con más fuerza la posibilidad de que la mascarilla, ese elemento que por desgracia viene acompañándonos desde hace más tiempo del que nos gustaría, deje de ser obligatoria en lugares cerrados. Algunos países europeos ya han finiquitado esta medida y otros cercanos a nosotros se plantean hacerlo muy pronto. No es difícil vaticinar que nosotros iremos detrás. Ha ocurrido con otras decisiones que se han tomado desde que comenzó la pandemia y me imagino que no será diferente en esta ocasión. De hecho, se plantea la posibilidad de que sea el 6 de abril, con motivo de la reunión del consejo territorial, cuando se discuta su eliminación en interiores.
El día que eso ocurra, nos sentiremos liberados de manera definitiva. Quizás no tanto como cuando, tras el confinamiento, se nos permitió regresar a las calles, pero sí lo suficiente como para pensar que ahora sí, una situación parecida a la normalidad de otros tiempos está más cerca.
A diferencia de lo que ocurrió con muchas de las otras medidas que se han ido implantando durante estos casi dos años surrealistas, extraños (no sé bien como denominarlos), el caso de la mascarilla ha sido especialmente curioso. De sobra es conocida la locura inicial que nos invadió a todos en los primeros meses. La compra indiscriminada de artículos, a cada cual más peregrino. Pero las mascarillas, por el contrario, pasaron inicialmente de tapadillo.
Es cierto que quienes manejan el cotarro y dicen conocer lo que pasa, descartaron en principio la necesidad de este complemente que luego se ha convertido en imprescindible. Pero podía habernos movido la misma enajenación transitoria que con el papel higiénico hasta el punto de darnos de tortas en cualquier pasillo de cualquier supermercado con tal de hacernos con el dichosos paquetito de tapabocas. Pero no fue así. De hecho, se miraba raro a los escasos privilegiados que se habían hecho con algunas cuando salían a la calle o aparecían a hacer la compra con la mayor parte de su rostro oculto tras ese trocito de celulosa quirúrgica.
Pero luego llegó la recomendación primero y la obligatoriedad más tarde para que todos nos lanzáramos como posesos a tiendas y farmacias con el propósito de conseguir ese artículo escaso y caro que llegaba con cuentagotas para desesperación de todos.
Luego la cosa se normalizó y la moda entró a saco en un mercado hasta entonces inimaginable. Se convirtieron en algo de lo más normal las mascarillas con encajes, con dibujos, con brillibrillis, con piedrecitas. Antes muerta que sencilla, que diría aquella cantante infantil. Después llegaron los tapabocas corporativos. Empresas, grupos, comparsas y colectivos de toda índole serigrafiaban su logo para que luciera orgulloso donde deberían de estar nuestros labios o nuestra mejillas.
Mientras todo eso ocurría, solo nos quedaban los ojos para comunicarnos. Y vaya sí lo hicieron. Ya fuera alegría o pesar, ya enfado o aburrimiento, las miradas siguieron transmitiendo, cuando no delatando, lo que sentíamos y pensábamos. Y es que, hay un brillo en las pupilas que es el reflejo de lo que se cuece en nuestro interior, nos guste o no.
Pronto le acompañará de nuevo la boca, no solo en la calle sino también en interiores. Pronto regresarán las sonrisas, las de verdad, no esas grabadas sobre una tela esterilizada. Y cuando eso ocurra, tal vez nos cueste reconocer a mucha gente. Porque, por desgracia, a la vez que se nos robaba el tiempo, la salud e, incluso la vida de seres queridos, también se nos robó una parte de nosotros mismos, aquella que nos da identidad, aquella que nos hace reconocible a ojos de los demás. Nuestros rostros.