Es la guerra
- 23 marzo, 2022
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Hace apenas unos días ni siquiera sabía cuáles eran los colores de la bandera de Ucrania. Ni siquiera si habría podido situarla en el mapa. La sombra de un conflicto caía sobre la vieja Europa, otra vez. La imagen de un señor Putin sentado en una mesa alargada a kilómetros de su interlocutor no daba buena espina sobre una salida diplomática a un conflicto que ni siquiera había intentado entender. Y sonaba tan lejano como irreal.
Y mientras aquí preparábamos nuestras “batallas de mentirijillas”, esas que son color, música y alegría, esas que pretenden recordar las batallas entre moros y cristianos, pero en las que tienen cabida contrabandistas, corsarios y piratas, maseros en su papel de pueblo llano, esas batallas con su parte histórica y su mayor parte lúdica. Mientras aquí andábamos con arreglos de trajes porque los dos años de pandemia han hecho mucho daño, planchando, recogiendo de la tintorería prendas que ni recordábamos y que aguardaban allí, como nosotros, a tener ocasión para volver a la calle. Mientras nosotros nos probábamos botas y zapatos, y aprovechando que se sacaban los trajes, vestíamos a los chiquillos para comprobar que todo traje de festero les quedó pequeño. Mientras todo eso pasaba aquí, estallaba la guerra en Ucrania. Bombardeos, gente que huye o lo pretende, gente que emigró y regresa a su país para tomar las armas y luchar contra el gigante.
Algunos recordamos la guerra de Bosnia como algo todavía muy cercano en el tiempo. Recordamos sobretodo a sus refugiados. Pero estas guerras ya no se estudian en los coles, en el cole llegamos con suerte a la horrorosa segunda guerra mundial. Algo de guerras saben saliendo sí, pero se estudia como algo tan antiguo, poco más o menos que los griegos y romanos, algo que pasó hace tanto que ni se nos ocurre pensar que semejante barbaridad pueda volver a repetirse. Además nos hemos acostumbrando a ver países que viven en guerra continua intentando determinar por la fuerza quién echó a quién de su trozo de tierra. Escuchamos hablar de “tomas de ciudades” y pensamos que eso es de extremistas, de locos que quieren imponer su forma de “no vivir” por la fuerza.
Y ahora, la volvemos a tener casi en la puerta de casa. No, no, perdón, que la cosa es entre Rusia y Ucrania. Ya nos contarán después de que acabe todo esto. Seguir pensando que esto debería solucionarse de manera diplomática, me parece que no va a funcionar, a las alturas que estamos. Que es peligroso hacer enfadar todavía más al soviético Putin, que no nos traería nada bueno, por supuesto.
Nosotros las vemos por la tele, y en las portadas de los diarios. Pero no hace falta que nos atiborréis de imágenes de dolor extremo, ni de las víctimas, un único gesto de respeto. Sabemos que lamentablemente, en las guerras muere mucha gente. No somos ajenos al dolor que provocan.
Y qué curioso. El único remedio eficaz contra el coronavirus ha sido la maldita guerra. Y de China, tan señalada por los orígenes de la pandemia, nada se volvió a nombrar. O yo no le he encontrado, vamos. Al final, voy a tener que dar la razón a quienes piensan que esto es como un “gran hermano” y que son otros “seres superiores” quienes manejan nuestro destino a voluntad, con algún oscuro fin.
Y después de esta reflexión que no conduce a nada, desde estas letras me sumo a una petición que debe ser mundialmente generalizada. Paz.
Pido más diálogo, respeto, aprender a ponerse en el lugar del otro, ahorrarnos enfrentamientos, valorar lo que tenemos y lo que no hemos podido disfrutar por esta dichosa pandemia.
Deseo la paz. Pero la paz debe empezar por nuestros hogares, por nuestros grupos de amigos, familias, extenderse a nuestros pueblos, ciudades, países. Paz. No es un objetivo inalcanzable, pero no basta sólo con desearla. Hay que educar y trabajar mucho para conseguirla.
Ojalá todas las guerras fueran como la del pasado sábado día 5 de marzo en Villena, o como las que serán en septiembre. ¡ VIDA! Porque no hay mayor desprecio al enemigo ni mejor honra para quienes quedan en el camino, que VIVIR.