Otra calle
- 20 octubre, 2021
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Envueltos por una bruma que probablemente no sea tal, sino la consecuencia de la precariedad de los medios fotográficos de la época —hablamos de la primera década del siglo XX—, emergen impasibles un puñado de figuras fantasmagóricas que se avienen a la voluntad del retratista, el conocido pintor y fotógrafo caudetano Francisco Martínez Alcover, para quedar congeladas en la eternidad del anonimato.
Espectros que regresan del olvido para mostrarnos sus rostros de piel parda tan propios de las gentes que se dejaban los días en las tierras que sufrían y trabajaban. Recuerdos de un pasado que se aleja a cada paso del camino hasta no ser más que polvo y ceniza.
A la izquierda, un grupo de mujeres a cuyas faldas se arremolinan tres criaturas, como buscando una protección que se antoja innecesaria. No hay peligro y, si lo hay, desde luego no proviene de ese artefacto extraño que les apunta desde la distancia. En el centro, prestándose al posado con mayor gallardía, tres niños más crecidos. Nada que ver, no obstante, con la insolencia de ese otro chiquillo que aparece en primer término.
Más atrás, conforme la bruma irreal se abre paso, se intuyen otras siluetas, involuntarios protagonistas del capricho del artista. Hombres y mujeres que ni siquiera son conscientes del momento. Antepasados nuestros que hoy no son más que un nombre y un apellido olvidados en papeles amarillentos celosamente guardados en vetustos archivadores.
Es la misma calle que tantas veces hemos transitado, la misma en la que nos hemos parado a conversar con algún conocido o donde nos hemos sentado es una de sus terrazas para tomar un café. Sí, la misma calle pero, al mismo tiempo una distinta. El tiempo y la presencia humana se han encargado de transformarla hasta hacer de ella un lugar que no nos pertenece más que en la denominación popular que todavía conserva: la calle Ancha.
Se dice que la instantánea fue tomada en el primer tramo de dicha calle, y que si uno se esfuerza, se alcanza a distinguir entre la niebla la figura estilizada de la torre de Santiago. Es posible, pero me temo que para lograr encontrarla habría que hacer un gran alarde de imaginación.
Las casas de entonces ya no son las de ahora. Los rostros de entonces no son nuestros rostros. Y ni siquiera los árboles, seres centenarios que suelen sobrevivirnos existen ya más allá del recuerdo que nos trae la imagen. Y es que, como dejó dicho el político estadounidense John Randolph, “el tiempo es a la vez el más valioso y el más perecedero de nuestros recursos”.