El viejo artesano

  • 9 enero, 2012
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Quizá todo sea producto de mi imaginación. Quizá haya jugado a ser Dios creándole una vida distinta a la suya, creyendo que era lo que realmente no era. Pero la realidad es que, la primera vez que vi cerrado el taller, noté un vacío en mi interior, como si algo me faltara, como si la cuenta hubiera dejado de cuadrar. Y lo que parecía una sospecha, ha ido poco a poco transformándose en algo más. Las puertas permanecen invariablemente cerradas.

 

Lo cierto es que he sentido la tentación de detenerme, de bajar del camión y llamar a la casa para preguntar. Pero, para preguntar qué o, mejor dicho, sobre quién. Porque la realidad es que no sé nada sobre él, ni siquiera cómo se llama. Jamás hemos cruzado una palabra. Y, sin embargo, me parece conocerlo a la perfección.

 

Para que se pueda entender mejor, debería remontarme tres años atrás, cuando reparé por primera vez en aquel anciano de gesto pausado que parsimoniosamente trabajaba la madera a la puerta de un taller. Había pasado cientos de veces por allí, pero jamás antes había advertido su presencia. Y probablemente siempre estuvo allí, descansando su gastado cuerpo sobre la silla de mimbre. Haciendo que la madera, de una manera artesanal, pero también mágica, cobrara vida en las nervudas manos que intuían un pasado vigoroso. Quiero pensar que así era, que había pasado por su lado tantas veces sin reparar en él.

 

 Al fin y al cabo, ¿qué tiene de descabellado? Hay tantos detalles que dejamos a un lado en el transcurso de nuestras vidas, tantas cosas que, a fuerza de creer insignificantes, ignoramos sin darnos cuenta de que todo, incluso aquello que no advertimos a nuestro paso, forma parte de lo que somos y de lo que una vez fuimos. Posiblemente, el anciano de gesto tranquilo habría formado parte de ese espectro de pequeños detalles ignorados de no haber tomado partido el destino.

 

Su vida, fuera la que fuera, la real o la imaginada por mí, se entrelazó con la mía en ese instante en que reparé en él. Aminoré la marcha y dediqué unos segundos a observarlo, a escrutarlo. Permanecía sentado, como ya he dicho, sobre una ajada silla de mimbre, probablemente la que siempre había utilizado. Nada de lo que sucedía a su alrededor parecía importarle. De hecho, él mismo se antojaba ajeno a todo, un elemento extraño dentro de un paisaje del que no formaba parte y en el que había sido introducido de manera artificial.

 

Tenía algo entre sus manos: un trozo de madera que sujetaba con extraordinario mimo. Tomó una lija que había junto a la silla y se dispuso a trabajarlo, sin prisas, deteniéndose para observarlo con cuidado, dedicándole su tiempo. Como digo no fueron más que unos segundos. El acuciante sonido de un claxon me devolvió  a la realidad y hube de continuar la marcha. Sin embargo, aun pisando el acelerador, aunque me viera obligado a regresar a la estresante rutina del día a día, sentí una paz interior que me resultaba difícil de explicar.

 

Desde aquella mañana, cada vez que cogía el mismo itinerario y pasaba junto al taller, sentía la necesidad de aminorar para observar al anciano. Eso me permitió ir descubriendo algunos detalles. Por ejemplo, a lo que se dedicaba: a fabricar juguetes artesanales. A un lado y otro de la silla, repartidos de manera aleatoria y, a un tiempo, calculada, descansaban toda suerte de juguetes de madera, expuestos allí, para orgullo de su creador: caballitos, muñecas, bicicletas, todos ellos elaborados de manera profesional, me evocaban un pasado que ni siquiera era mío, sino de mis padres y que, sin embargo, no me impedía sentirme invadido por una extraña sensación de nostalgia.  

 

Pero lo que más me llamó la atención, posiblemente desde el primer momento lo hizo, fue su calma. A salvo de cualquier rutina, realizaba su trabajo sin prisas, sabiendo que no había más exigencias que las que él mismo se impusiera, convencido de que su labor en este tinglado que llamamos sociedad había sido realizada y era momento de dedicarse a sí mismo. He de reconocer que, en cierto modo, sentía envidia. Vivimos y morimos en función del tiempo; es él el que nos esclaviza y el que tiene autoridad para librarnos de esa esclavitud. Hay quien no es capaz jamás de escapar del extenuante peso de las agujas de su reloj vital. Sin duda, aquel anciano lo había conseguido.

 

Por desgracia, una mañana llegué y el taller permanecía cerrado. No había juguetes, ni herramientas; no había silla de mimbre ni anciano sobre ella. Nada. Y así continuó en las semanas siguientes. Cada lunes giraba a la derecha esperando toparme con el viejo artesano, pero en su lugar solo encontraba el espacio vacío que antes él ocupaba. Y el mismo espacio vacío sentía en mi interior. No sé, quiero pensar que se ha visto afectado por alguna enfermedad que le impide salir afuera, pero he de admitir que también cabe la posibilidad de nunca más lo haga; que el tiempo, el mismo que le había dejado vivir a sus anchas los últimos años, se le ha agotado.

 

Por eso, o quizá por la egoísta necesidad de quitarme de encima este peso en mi interior, he estado a punto de aparcar el camión y llamar a la puerta que hay junto al taller. No lo he hecho, claro, y probablemente nunca lo haga. Me puede el miedo a saber la verdad, a tener la certeza de que aquel anciano nunca más se sentará en su silla de mimbre. O puede que, lo que de verdad me dé miedo sea descubrir que, después de todo, hubo más de imaginado que de realidad en ello.

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