Día 5, pese a todo

  • 3 septiembre, 2016
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Bajó del tren pero no había nada. Cruzó en silencio el andén y siguió sin haber nada. Traspasó el umbral de la estación y salió fuera. Nada. Nada de música, nada de ambiente festivo, nada de las expectativas que le había generado el viaje y que el traqueteo del talgo había ido haciendo mayores. Solo la noche en mitad de la tarde. Solo las abigarradas nubes negras coronando el cielo. Solo la perseverante lluvia cayendo sobre los charcos del suelo.

 

No sabía lo que hacer. Podía llamar a casa para que fueran a buscarlo, pero le habían dado permiso en el cuartel de manera inesperada y quería dar una sorpresa a los suyos. Podía aventurarse en el aguacero, pero no parecía una buena idea, dada la intensidad con la que llovía. Así que, decidió esperar. Se mantuvo expectante, observando el grisáceo paisaje mientras colocaba pacientemente un cigarro en sus labios, al tiempo que buscaba el mechero en uno de sus bolsillos.

 

Trataba de mantener la serenidad; no dejarse llevar por la impaciencia, pero le resultaba difícil. Tan cerca y tan lejos. No disponía de mucho tiempo, lo sabía de sobra. Las Fiestas estaban a punto de terminar. Era día 9. Sin embargo, ese hecho le pareció insignificante cuando le informaron de que lo dejaban marcharse a casa antes de lo previsto. Disponía de unas horas de fiesta con las que no contaba y venía dispuesto a aprovecharlas hasta el último segundo.

 

Miraba el reloj casi compulsivamente. Una letanía de gotas de lluvia deslizándose  lentamente por el cristal de la ventana era su única compañía. Con el paso del tiempo, presa de la desesperación, llegó a pensar que pasaría la noche en aquella estación vacía.

 

Muy posiblemente empujado por esa misma desesperación, se decidió al fin. Prefería terminar empapado que continuar un minuto más esperando en ese desolado lugar. Salió con cierta cautela para echar a correr indiscriminadamente en cuanto entró en contacto con la lluvia. Buscaba el refugio de los edificios, evitaba los charcos, las riadas que bajaban frenéticamente calle abajo. Un esfuerzo inútil; para cuando quiso ser consciente, su pelo, su cuerpo, el petate que colgaba de su hombro, todo acabó mojado.

 

Fue entonces cuando un rayo de sol consiguió abrirse paso entre el tupido manto de nubes y dejó caer su reflejo sobre un charco frente a él. No fue más que la casualidad, el azar, pero quiso verlo como una señal, un pequeño milagro, un preludio de que la situación solo podía mejorar;  de que las expectativas creadas en el viaje, después de todo, se iban a cumplir. Y no le faltaba razón: al tiempo que avanzaba en su alocada carrera a casa, lo hacían igualmente las nubes en su retirada.

 

Solo paró al llegar a su destino. Aún precisó de unos minutos para recuperar el resuello antes de introducir la llave en la cerradura de la puerta. Luego entró e inició el ascenso por las escaleras. Y mientras iba subiendo, mientras imaginaba la cara, mitad sorpresa, mitad alegría de su madre, le pareció escuchar los primeros sones de la Entrada sonando apenas unas calles más arriba. No era día 5, pero para él, pese a todo, sí lo era.

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