La Pavera

  • 20 febrero, 2015
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La Pavera

Con enorme sigilo, con la prudencia que siempre la caracterizó, se desliza hoy por esta página una persona menuda de cuerpo y enorme de corazón. Debo admitir que hace tiempo ando buscando el momento de dejarla pasar para que nos hable de su centenaria existencia. Del mismo modo que también debo admitir que, probablemente, no seré objetivo al recuperar su memoria. No en vano tuvo, en los ya lejanos años de mi niñez, su inequívoca trascendencia.

 

Podría decir que se llamaba Ramona Martínez Sánchez. Podría decir que, el mote con que se la conocía era el de la “Pavera”. Pero supongo que, en ambos casos, no serán muchos quienes la reconozcan. Y es que, el paso del tiempo, se ha encargado de reducir considerablemente el número de personas que una vez tuvieron el placer de conocerla.

 

La suya, fue una existencia dura. De ello pudo dar fe la prominente joroba que había terminado por deformar tristemente su columna vertebral. Perdió pronto un hijo, como también perdió pronto a su marido. Sin recursos económicos y sin más cultura que la del campo, fue en busca de su hija mayor a un país extraño, porque es lo que hace una madre por sus hijos cuando estos la necesitan. No hay obstáculo cuando te une la sangre.

 

Conoció las miserias del hambre y las miserias del hombre a causa de la guerra. Pero supo salir adelante. Su tesón, su orgullo, aún brillaban en sus cansados ojos cuando ya rondando el centenar de años, se sentaba bajo la sombra de la parra en su pequeña silla de madera. Incluso cuando nos echaba la bronca por cualquier motivo, intuías el tipo de mujer que había sido.

 

La vida, no siempre justa, supo sin embargo permitirle una vejez tranquila. Pudo conocer primero a sus nietos y después a sus bisnietos. Incluso tuvo la posibilidad  de ver nacer a cuatro tataranietos. Y, en todo momento, se vio acompañada por su ilimitada vitalidad. En una ocasión llegó a afirmar que estaba cansada de vivir y que, si por ella fuera, se tiraría por el balcón. “Pero son cinco pisos y la ferretería”, concluyó con su lógica aplastante.

 

Me despedí de ella en la Navidad del 91. Mi permiso por jura de bandera había finalizado y debía volver a mi cuartel en Mahón. “Esta es la última vez que te veo”, me dijo a modo de despedida. No le faltaba razón. Apenas unas semanas después, fallecía sin hacer ruido, sin causar molestias a nadie. Como había vivido. Le faltaban dos meses para cumplir los ciento seis años. Era mi bisabuela, la abuela Ramona, como nosotros la conocíamos. Allá donde se encuentre, tengo por seguro que velará nuestro sueño.

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