Un regalo inesperado

  • 10 diciembre, 2014
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Ángela observa la expresión de la cara de Andrés, tratando de descifrarla. El niño permanece tumbado en el sofá, viendo por la tele la cabalgata de Reyes que, en ese mismo instante, se está retransmitiendo en directo. Sin embargo, no parece especialmente seducido por el espectáculo que le ofrece la pantalla. Mientras, Abril, la gata de la familia, duerme plácidamente sobre el pecho de Ángela. Para ella, ese es un momento único, en el que su latido se acompasa a del animal hasta relajarla por completo. Pero hoy no; hoy la actitud del niño no le permite tranquilizarse.

 

¿Quieres que vayamos donde siempre a ver el desfile?, le había propuesto su madre, pero el niño no estaba por la labor. Ángela entiende perfectamente su negativa. Desde que tiene uso de razón, ha sido Miguel, su padre, el que lo ha llevado cada 5 de enero por la tarde, a hacer una larga cola con el único propósito de que Baltasar, su rey preferido, le regalara una sonrisa y un beso; ha sido también Miguel el que, ya por la noche, lo ha subido a hombros para que pudiera disfrutar de la cabalgata sin obstáculos; ha sido Miguel, en fin, quien, llegado el momento de dormir, le contaba mil y un cuentos improvisados en el que sus majestades de Oriente eran los protagonistas.

 

Pero Miguel no está. De hecho, se encuentra a muchos kilómetros de casa. Tal y como están las cosas – le había dicho a su esposa al ver su reacción – no puedo rechazar ningún trabajo, aunque sea en estas fechas. Con la firme promesa de que estaría de vuelta para Reyes, se había levantado muy temprano el día de Navidad, muchos antes de que Andrés se despertase, para subirse a su camión y realizar un viaje internacional que, según le habían informado, se le iba a pagar muy bien.

 

Nada había ido según lo previsto. Una intensa y persistente nevada en media Europa, había dejado a Miguel atrapado en algún rincón al este de Francia. Así que, la ilusión del niño se había tornado en decepción nada más confirmarse que su padre no iba a estar con él en la fecha prometida. Ahora, sin embargo, no parece mostrar sentimiento alguno y, eso, a Ángela todavía le preocupa más.

 

El inequívoco sonido de los pucheros de Andrés saca a Ángela de su ensimismamiento. El niño está llorando y, aunque en un primer momento no acierta a comprender el motivo, no tarda en descubrirlo. En la tele, las cámaras enfocan y se mantienen unos segundos sobre un padre que, en hombros, sujeta orgulloso a su hijo. La escena resulta especialmente hiriente por las similitudes que, sin duda, Andrés ha establecido.

 

Antes de que Ángela pueda reaccionar, Abril abre los ojos y, de un salto felino, salta al otro sofá. Con su cabeza busca la manita de Andrés para que este la acaricie. El niño la mira y, por primera vez en toda la tarde, sonríe. De alguna manera, reflexiona la madre entre sorprendida y admirada, el animal ha percibido la tristeza del niño y ha querido consolarlo. Alcanzado su propósito, la gata se acurruca junto a Andrés y ronronea hasta quedarse, una vez más, dormida.

 

En ese mismo instante, el sonido característico de la llave introduciéndose en la cerradura, se abre paso por el pasillo. Andrés abre los ojos sorprendido y se levanta bruscamente del sofá. Corre hacia la puerta del salón, donde se encuentra con Miguel. Padre e hijo se funden en un abrazo adornado de lágrimas. Ángela, se une al grupo; e, incluso Abril, busca el contacto de las piernas de su dueño.  Y mientras la mujer acaricia discretamente la nuca de su marido, advierte por fin el brillo en los ojos de su hijo. Se siente feliz como no recordaba, y no tanto porque su marido esté de vuelta inesperadamente, sino porque es consciente de que ninguno de los regalos que aguardan en el árbol  habría podido compensar el que acaba de recibir Andrés.

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