Desde la atalaya

  • 25 octubre, 2014
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Es confuso el primer recuerdo que tengo del paraje de las Cruces; supongo que el motivo radica en que debía ser muy pequeño cuando se produjo la visita. Si la memoria no me falla, se trataba de una excursión organizada por el colegio un sábado por la mañana. Caminamos hasta la zona, almorzamos bajo el abrigo de los pinos y regresamos sobre el mediodía. Ya digo que no lo recuerdo con nitidez, por lo que los detalles que aporto pueden ser fruto de mi  imaginación o ecos de lo que después pudo contarme mi padre.

 

Pero lo que sí quedó grabado en mi mente con total claridad, es la imagen de las ruinas de la vieja ermita. Supongo que los intereses de un niño de corta edad, nada tienen que ver con un conjunto de centenarias piedras castigadas por el tiempo y el abandono, pero, en cualquier caso, tengo muy presente en mi memoria aquella imagen; no puedo negar que el viejo edificio me impresionó.

 

Decía anteriormente que el tiempo y el abandono la habían debilitado hasta dejarla en el estado ruinoso en que yo la recuerdo, pero fue el progreso, simbolizado en la autovía que ahora circunvala la ciudad, quien le dio el tiro de gracia. Molestaba y fue cercenada sin contemplaciones. Cierto es, que eran otros tiempos y, por entonces, ni el respeto por el historia, ni las leyes que hoy la protegen, eran impedimentos que podían haber dado un final más digno a la vieja ermita.

 

De ella, solo nos queda hoy el paraje y las tres cruces que, a modo de triste metáfora, tratan de traernos al presente reminiscencias de aquel pasado, aunque a duras penas lo consiguen. Sin embargo, todavía es un lugar hermoso. Desde la atalaya que supone, se puede admirar sin obstáculos una ciudad, la nuestra, que crece al amparo de la Sierra de la Villa y las vías del tren. Incluso el castillo parece otro visto a través de ese prisma.

 

Por ello, cuando leo que se están realizando los trámites para licitar el restaurante allí ubicado, no puedo más que alegrarme. No hay mejor manera de revitalizar el paraje que dotándolo de los necesarios servicios y, si ese es el propósito, el restaurante, es una necesidad en esa zona. Además, una de las cenas más placenteras que he tenido en los últimos años, ha sido precisamente en la terraza del mismo, teniendo a la ciudad y al castillo como testigos mudos de un momento mágico. Confío en que pronto pueda repetir ese momento.

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