Erase una vez

  • 2 junio, 2014
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El alma de una biblioteca se percibe nada más atravesar el umbral que la separa de la realidad circundante. Ciertamente, da la sensación de que, una vez dentro, ya no estamos en el mundo que solemos habitar. Lo que en una biblioteca se respira, va más allá de la magia. Porque ese lugar, contiene el saber, sí, pero también las experiencias y los sentimientos de quienes una vez decidieron convertir en palabras lo que, hasta entonces, solo formaba parte de su mundo interior.

Pensaba en todo esto la otra mañana cuando, con mi grupo de alumnos, visitamos la Biblioteca Municipal de La Paz dentro del proyecto de animación lectora que, desde hace veintidós años vienen disfrutando los escolares de nuestra ciudad. Ya había tenido antes esa sensación a la que hacía referencia en el párrafo anterior, pero, esa mañana, hubo un instante entrañable, cargado de magia, que simboliza claramente lo que trato de decir.

La bibliotecaria sentada frente a los niños. Estos sobre la moqueta en actitud receptiva. Y entre la una y los otros, solo las palabras pronunciadas, solo las palabras moviéndose por el aire, solo las palabras buscando a los alumnos para deslizarse por sus oídos y buscar un lugar entre sus recuerdos. Nada más. Un acto tan sencillo y, sin embargo, tan esencial. Una imagen tan antigua y, no obstante, tan necesaria en los tiempos actuales.

Porque entre el lector y el espectador se establece, en ese breve espacio de tiempo, un vínculo del que difícilmente nada, ni siquiera el olvido, podrá romper. Hubo un tiempo en que esa ritual pertenecía solo a la familia; un tiempo en que eran los abuelos los que embelesaban a sus nietos con historias suyas o inventadas; un tiempo en que a los padres aún les quedaban energías, al final de la jornada, para acunar el sueño de sus hijos con las aventuras y desventuras de Caperucita o Blancanieves. Por eso tiene tanto valor el gesto que se intenta representar en la foto;  vivimos unos días en que es difícil encontrar el momento.

Las bibliotecas de nuestra ciudad han sido testigo del paso de cientos de escolares; los han visto llegar siendo muy niños, con apenas tres años; los han visto crecer, hacerse mayores; han protegido con férrea voluntad, su necesidad de silencio cuando, ya de adultos, preparaban durante horas sus exámenes universitarios. Puede que, incluso, si escucháramos con atención en el silencio de una biblioteca vacía, podríamos sentir un susurro de agradecimiento por haberla dejado formar parte de sus vidas.   

En el antiguo Egipto, a las bibliotecas se las tenía por un tesoro que remediaba las afecciones del alma. Sin lugar a dudas, esa es una gran verdad, ya que, como decía Jacques Benigne Bossuet, intelectual francés del siglo XVII, en efecto, en una biblioteca se cura la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades conocidas y el origen de todas las demás. Pocas costumbres hay más saludables que frecuentar una biblioteca y zambullirse en uno de los muchos libros que pacientemente nos aguardan en ella. 

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