LA SOLEDAD DEL INVIERNO
- 19 enero, 2009
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La pregunta que se hace ahora mismo la hoja es “¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Sólo un momento antes estaba colgada del árbol, tan tranquila, observando el paisaje desde las alturas y sintiéndose la reina del mundo. El caso es que había oído hablar de que, con el otoño, llegaba la lenta caída, el leve pero inexorable descenso que la llevaría hasta lo más bajo y de que, a partir de ahí, se iría estropeando para terminar desapareciendo. Pero la hoja siempre había pensado que eso nunca le ocurriría a ella.
“Seguro que todo es un sueño” piensa para buscar seguridad en sí misma; sin embargo, ahora, cuando no es ella quien observa el Mundo desde arriba sino que ha pasado a ser la observada, las dudas comienzan a aflorar y la aparente serenidad se quiebra con la fragilidad con que lo hizo el pecíolo que la sujetaba minutos antes a la rama.
“Alguien vendrá en mi ayuda” ruega casi en voz alta, pero nadie, ni siquiera sus hermanas que todavía penden del árbol parecen oírla. La hoja comienza a notar como el frío se apodera de ella; ha aterrizado sobre un charco y siente como todo su ser se empapa de aquel líquido que antes, en los tiempos en que todavía estaba arriba, le parecía especialmente placentero cuando, en las frecuentes tormentas veraniegas, la lluvia se dejaba caer y la golpeaba suavemente, como en una dulce caricia.
Pero ahora no le gusta, ahora el agua le parece un espectro siniestro que la ha atrapado y le está absorbiendo el alma. Siente como se riza, como se retuerce dolorosamente y no puede hacer nada al respecto, no sabe qué hacer al respecto. Mientras se sentía unida a la rama, todo en ella era felicidad, salud, seguridad, pero ahora…
Poco a poco, cuando el paso de los días y el sol otoñal actúan sobre ella, su color verdoso comienza a desaparecer y los tonos marrones van fluyendo de su interior, de un interior que ella desconocía. Se está arrugando, se estropea inevitablemente y se siente sola, completamente sola a pesar de que muchas de sus hermanas han seguido su camino y yacen a su alrededor.
En un último intento, saca fuerzas de flaqueza y le grita al árbol, a ese ser supremo que le dio la vida, que haga algo por ella, que le ayude, que siente miedo y frío, que nota que el invierno está llegando y que, con él, también vendrá su fin, y no quiere acabar así. Pero la única respuesta que recibe es el silencio del descomunal roble que fue su casa.
La hoja intenta llorar ante la impotencia de sentirse ignorada, olvidada, pero no puede, porque la savia que tuvo dentro hace tiempo que se secó. Y el invierno llega cubriéndolo todo con su gélido manto. La hoja desaparece bajo la espesura de la nieve y antes de dejar de sentir, de pensar, llega a la conclusión de que el invierno, en verdad, no ha llegado, sino que siempre estuvo en su interior.