No hace nada

  • 28 julio, 2024
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No hace nada

Salir a correr por el campo se ha convertido en un deporte de riesgo. Me refiero sobre todo cuando lo haces cerca de algún campo en el que el ruidoso y siempre atento comité de bienvenida te dispensa su particular algarabía de ladridos que comienza, si el viento está a favor, antes de que llegues a la valla y persiste mucho después de que hayas continuado tu marcha. Hasta ahí, todo hay que decirlo, no es peligroso, pero sí molesto.

El problema comienza a tornarse arriesgado cuando pasas por una precaria alambrada, de esas que necesitan una urgente sustitución, y un animal enorme, poseído por a saber qué espíritu maligno, se lanza contra el metal sin descanso y soltando dentelladas. Sigues corriendo, sí, pero volviéndote de cuando en cuando, no vaya a ser que el perro en cuestión llegue por sí solo a la conclusión de que no salta la valla simplemente porque no quiere, ya que capacidad tiene de sobra.

Es entonces, cuando continúas la carrera y, una vez que te has cerciorado por enésima vez de que el animal no viene por el camino en animosa carrera dispuesto a pegarte un buen revolcón, reflexionas sobre el particular. ¿Cuál es el propósito de tener un perro en el chalé? Comprendo que si vives en él o vas a pasar el fin de semana, lleves contigo a tu animal de compañía. Lo que no concibo es que se plantee su presencia como una forma más de dotar de seguridad a la propiedad.

Sirven, como decía más arriba, para molestar el paso de caminantes y corredores en el mejor de los casos; en el peor, para que el dueño se meta en algún problema. Porque si el animal escapa, la desgracia puede ser tremenda. Sin embargo, aquellos amigos de lo ajeno que puedan poner su mirada en el chaletito de turno, que tengan por seguro sus dueños que serán lo suficientemente profesionales y avispados como para neutralizar al abnegado perro en un visto y no visto.

Pero luego están, y aquí regreso a aquello de que correr se está convirtiendo en un deporte de riesgo, esos dueños que llevan al perro suelto y que no se dignan a llamarlos para ponerles la correa cuando ven acercarse a alguien. Confían mucho en su mascota, claro. Confían en su docilidad, en su obediencia ciega, en el control que ejercen sobre ellos. Así que, como están hartos de andar poniéndole y quitándole la correa, deciden que es mejor someterse a esa docilidad, a esa obediencia y ese control que quizás no sea tal.

Es entonces cuando el animal decide ir en tu busca y es entonces cuando llega la frase. “Tranquilo, que no hace nada”. Y yo no lo pongo en duda. Sobre todo si el inefable dueño se refiere a que su perro no va a lanzarse sobre ti para seccionarte la yugular con sus colmillos. Pero si te pasa como a mí la otra tarde, en la que el animal en efecto no daba la sensación de querer hacerme nada pero sí que estuvo en varias ocasiones a punto de provocar que tropezara y cayera, la que igual no debería de estar tranquila es su dueña.

En fin, la cuestión es que como esto siga así, igual tendremos que dedicarnos a ascender el K2, lanzarnos al vacío desde varios metros de altura o pilotar un ultraligero. Puede que temamos menos por nuestra vida.

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