Cicatrices en las cunetas

  • 22 febrero, 2011
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Las carreteras españolas, sus cunetas, están repletas de cicatrices que nos recuerdan diariamente el lugar en que una vida dejó de serlo a causa del fatal accidente que se cruzó en su camino. Heridas abiertas en el asfalto que el tiempo trata de cerrar y a duras penas consigue. Muescas de sangre y dolor junto al polvo de la calzada que nos indican el punto en que alguien, la mayoría de las veces anónimo, detuvo para siempre el latido de su corazón.

 

De cuando en cuando, al viajar por carretera, pasamos junto a una cruz o simplemente un ramo de flores cuidadosamente depositado sobre el tronco de un árbol. En otras, se trata de una inscripción, palabras de amor, de cariño, de consuelo. Todo aquello, apenas nos dice nada pero hay a quien le dice mucho; incluso puede que le diga todo, porque allí no solo terminó la vida de su ser querido, sino también la suya propia.

 

Hoy es, para esas personas, lugar obligado de peregrinación, un compromiso de vida al que no pueden faltar. Llegan hasta allí y renuevan las flores marchitas como si, en aquella acción, renovaran también el recuerdo de quien encontró allí la muerte. No sé, quizá les mueva a actuar de esa manera el miedo a perder su recuerdo, a que se aje como lo hacen también las flores; a que amarillee, como le ocurre a la inscripción donde se dedicaron hondas palabras al fallecido.

 

Me estremece la fidelidad con la que los familiares visitan el punto cruel y fatídico que les trajo un maldito día, quizá de lluvia, quizá simplemente de descuido, la ausencia de quien fue parte de sus vidas. Me estremece el mimo con el que reponen las flores o limpian el mármol ennegrecido por el paso de los días y el humo de los vehículos. Al fin y al cabo, por mucho que les duela, un fragmento de lo que fue aquel que se marchó se quedó impregnado en ese lugar.

 

En Villena, por desgracia, sabemos bastante de vidas perdidas al volante. Ahí tenemos la tristemente recordada curva camino de Biar. Muchos jóvenes dejaron su futuro en ese despiadado punto de infausto recuerdo. Pero no es el único sitio en el que se ha tenido que derramar lágrimas por un accidente. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la cruz que se yergue junto al camino viejo de la Virgen. Hace ya algunos años que no paso por allí, pero cuando realizaba el trayecto al santuario a pie por ese camino, me resultaba imposible no detenerme para contemplar el celo con que se cuidaba aquella cruz, el esmero puesto para preservar la memoria de quien una vez fue y ahora lo es únicamente en el recuerdo.

 

Quizá influenciada por la máxima de Stalin, para la DGT quienes mueren en la carretera no son las personas sino las estadísticas. No hay nombres, sino porcentajes; no hay apellidos, sino números. Pero por ajeno que le resulte a esta institución, incluso por ajeno que nos resulte a los conductores, tras esa cruz que dejamos a un lado cuando circulamos con nuestro vehículo,  hubo una vez un rostro, hubo una vida. Y, lo que es más importante, todas aquellas personas que formaron parte de esa vida y que hoy luchan por evitar que se difumine en el olvido.

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